Siento que me derrito
y veo todos a mi alrededor
convirtiéndonos en seres de agua
dentro de una ciudad sonora de bullicios,
con orquestas arrítmicas y desafinadas.
Cantamos los himnos líquidos
que inundan pensamientos cristalizados,
no por el frío del invierno —
que se fue,
sino por la inefabilidad de lo colectivo
tras un encierro hermético.
¿Podemos escuchar las melodías de otros?
Mis piernas descubiertas
por la escasa longitud de aquel vestido
se inundan en los asientos
de autos que recorren los acordes de
este caos compartido.
El deseo que enciende encuentros fortuitos
se empapa con flujos incómodos y
silencios gratuitos:
Toda composición necesita vacíos
para resonar en la memoria
de quienes nos hemos ido —
Gotas de sudor guardan
las huellas de mis pausas,
porque no transpiramos en movimiento,
sino cuando descansamos
de aquella velocidad recuperada
que creíamos natural —
Pero nunca lo fue, ni podemos
aferrarnos a lo que tuvimos:
no va a regresar.
Entre gritos de sirenas y ambulancias
se ahogan los murmullos del llanto —
ternura, desasosiego y cansancio.
Lágrimas revelan las notas
de una fuga de afectos olvidados,
que alguien escucha sin hacer ruido.
Sueños estancados en
reverberaciones ancestrales
que anticipan el eco y movimiento
de momentos que rebotan
contra la pared de lo incierto.
Estas lluvias a 30 grados centígrados
no pertenecen a la primavera.
El calentamiento de la tierra
y la contingencia
desbordan experiencias atrapadas
en la merma
de una música
sin instrumentos
Una música de agua —
oleajes corporales que destilan
el bochorno en la Ciudad de México.
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