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Ndeni Rojas

Bochorno; CDMX

Siento que me derrito

y veo todos a mi alrededor

convirtiéndonos en seres de agua

dentro de una ciudad sonora de bullicios,

con orquestas arrítmicas y desafinadas.


Cantamos los himnos líquidos

que inundan pensamientos cristalizados,

no por el frío del invierno —

que se fue,

sino por la inefabilidad de lo colectivo

tras un encierro hermético.

¿Podemos escuchar las melodías de otros?


Mis piernas descubiertas

por la escasa longitud de aquel vestido

se inundan en los asientos

de autos que recorren los acordes de

este caos compartido.


El deseo que enciende encuentros fortuitos

se empapa con flujos incómodos y

silencios gratuitos:

Toda composición necesita vacíos

para resonar en la memoria

de quienes nos hemos ido —


Gotas de sudor guardan

las huellas de mis pausas,

porque no transpiramos en movimiento,

sino cuando descansamos

de aquella velocidad recuperada

que creíamos natural —

Pero nunca lo fue, ni podemos

aferrarnos a lo que tuvimos:

no va a regresar.


Entre gritos de sirenas y ambulancias

se ahogan los murmullos del llanto —

ternura, desasosiego y cansancio.


Lágrimas revelan las notas

de una fuga de afectos olvidados,

que alguien escucha sin hacer ruido.



Sueños estancados en

reverberaciones ancestrales

que anticipan el eco y movimiento

de momentos que rebotan

contra la pared de lo incierto.


Estas lluvias a 30 grados centígrados

no pertenecen a la primavera.

El calentamiento de la tierra

y la contingencia

desbordan experiencias atrapadas

en la merma

de una música

sin instrumentos


Una música de agua —

oleajes corporales que destilan

el bochorno en la Ciudad de México.

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