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Foto del escritorMathias Ball Escamilla

Canciones en coches

Cuando era niño había pocas cosas más odiosas que pasar demasiado tiempo en el coche, especialmente en los viajes que tomaba con mis papás, en los que las horas eran interminables, y el aburrimiento, abrumador. Las cosas mejoraron después de que me regalaron un GameBoy y le agarré el gusto a la lectura, pero no fueron soluciones definitivas: nunca duraba las siete u ocho horas de un viaje distraído con alguna de esas actividades. En algún punto me veía obligado a entregarme al sopor que me inducía viajar de pasajero en el auto —un sopor detestable, ya que rara vez lograba dormir— y ver al mundo pasar por la ventana, demasiado rápido como para captar algún detalle; o mirar fijamente el respaldo de adelante, perdiéndome en la textura de la cabecera. Todo cambió cuando empecé a escuchar música.

No me malinterpreten, seguramente hubo música en casi todos, si no es que todos, los viajes en coche que tomé de niño (recuerdo un viaje veraniego de Lausanne a Praga con mis papás en el que sólo escuchamos un CD de The Cranberries que por alguna razón jurábamos era Cher). Más bien debí haber dicho que todo cambió cuando empecé a escuchar mi propia música: la música que escuchaba porque yo quería, no porque me la habían impuesto. Eso empezó en quinto de primaria gracias a Youtube y Frostwire. Como contaba con tiempo limitado para usar la computadora y no tenía aún un reproductor portátil de MP3, la única opción que tenía para escuchar mi música era quemando CDs. Todo un año sobreviví a base de mix CDs que me hacía, muchas veces repitiendo la mayoría de las canciones pero agregando lo más nuevo que había descubierto o simplemente alterando el orden. Para ese momento los viajes en coche todavía eran tortuosos (aunque la intensidad de la tortura definitivamente disminuyó) pero ya estaba encaminado hacia la revelación del coche como un lugar —a veces móvil, otras veces estático— especial y realmente hermoso para disfrutar de la música.

A finales de quinto de primaria fue cuando compré mi primer CD, Minutes to Midnight (2007) de Linkin Park. Ese verano compré mis siguientes tres: Billy Talent II (2006) de Billy Talent, Does This Look Infected? (2002) de Sum 41, y Cruel Cruel World (2006) de Prözzak. El primer recuerdo nítido que tengo de un recorrido en coche ligado a un álbum es justo de ese verano en California. Estaba con mi papá en casa de mis abuelos, en San Diego, cuando nos llamaron para informarnos de la muerte de un tío más al norte del estado. Creo que ese mismo día salimos—sólo mi papá y yo—rumbo a Los Ángeles, donde llegaría mi tía, que vivía fuera del estado. El disco de Prözzak es el que asocio con ese camino de ida. Cuando escucho las últimas dos canciones, “Cruel Cruel World” y “I Want to be Loved”, siempre visualizo esa noche: Los Ángeles como una mancha luminosa creciente en el horizonte negro; mi papá y yo, silenciosos dentro de la Dodge Caravan ‘98 de mis abuelos (sobre la cual leerán mucho); la carretera enorme y vacía, encerrada por ambos costados por paredes de concreto; la luz amarilla que nos iluminaba a nosotros y al pavimento grisáceo. Durante pequeños instantes pasábamos debajo de los faros; después nos reintegrábamos a la oscuridad de la noche para volver a tocar la luz fugazmente y regresar a la oscuridad, abandonados y acogidos en un ciclo permanente. Pasé muchas horas debajo de esas luces, moviéndonos de norte a sur, este a oeste, atravesando California en verano o invierno, pero sólo ese álbum, esas dos canciones, las invocan en mi mente con una nitidez increíble.

En el camino de regreso ya no había prisa, así que el viaje fue más relajado. Salimos a buena hora para no manejar de noche y nos encaminamos por la ruta más bella, la carretera 101 que va a lo largo de la costa. Ese recorrido se reduce en mi memoria a un momento y una canción: ya casi al final del viaje (y de Harry Potter and the Deathly Hallows), sentado en el asiento de hasta atrás, veo por la ventana una planta nuclear entre el océano y nosotros, oscurecida, como el cielo, por el tinte del vidrio; desde el primer instante en que la divisé hasta que se perdió en la lejanía, no hubo nada en el mundo más que mi papá y yo en la camioneta y la planta silenciosa de afuera; suena “Worker Bees” de Billy Talent y, desde entonces, siempre que escucho esa canción se reproduce esa escena en mi mente.

Ese trágico viaje veraniego inauguró una lista extensa de recuerdos musicalizados sobre ruedas. Muchos son de roadtrips con mis papás, de cuando todavía no podía manejar y estaba obligado a ser testigo de todo sin participación activa, desde el asiento de atrás (o el de hasta atrás). Pero, mientras que de chico detestaba esas largas horas, poder escuchar mi propia música ayudó a que me relajara y me permitió no sólo apreciar todo lo maravilloso que tenía el privilegio de ver sin distracciones, sino que también me ofreció un espacio para fijar esas memorias y poder visitarlas en cualquier momento, sin necesidad de capturarlas en una foto o un video. No recuerdo absolutamente todo el viaje al Gran Cañón que hicimos en el 2010, pero cada que escucho The Theory of Harmonial Value de Moneen estoy en ese coche rentado avanzando lentamente por una carretera recta, rodeado de planicies y montañas nevadas y una fila de coches frente a nosotros estirándose hasta el horizonte; el verano en Maine en 2013 regresa a mí en una suerte de sueño sensorial —siento el calor sofocante y el sol intenso pero revitalizante; veo el azul profundo del cielo, el blanco puro de sus nubes, los verdes y amarillos del pasto borroso al lado de la carretera (nunca he presenciado colores más intensos)— cuando escucho Born to Die de Lana Del Rey o Leviathan de Mastodon (la intensidad incrementa si a “This Is What Makes Us Girls” le sigue “Blood and Thunder”). También recuerdo el último viaje que hicimos, en el que mis abuelos nos esperaban con luces prendidas, televisor encendido y cena lista —una casa con vida—; esta escena es evocada por I Am the Movie de Motion City Soundtrack por medio de una amalgamación visual: todo San Francisco, simultáneamente, en un mismo plano.

Si los recuerdos anteriores encapsulan toda una experiencia —su esencia y su núcleo—, los siguientes ofrecen meramente una mirada incompleta, sin contexto. Son momentos mundanos, completamente banales, casi insignificantes; poco más que destellos de luz y sonido rodeados de un vacío. “Zero” de los Yeah Yeah Yeahs es dar la vuelta sobre Insurgentes, la luz del sol casi cegadora; “What Me Worry?” de St. Vincent es acompañar a mi mamá a Polanco en una nublada mañana sabatina; “68 State” de Gorillaz me remonta a un paseo por Coyoacán con mi tía y mi abuela; “Shadow” de Wild Nothing me tiene relajado, pasando a lado de Perisur sonriente con mi novia. A pesar de su aparente falta de importancia, atesoro estas pequeñas memorias tanto como las aparentemente más importantes y agradezco profundamente (no sé a quién) mi acceso a todas ellas, un acceso hecho posible por la música.

En el proceso de escribir este texto me percaté que en todos estos recuerdos de mi vida, sin importar qué tan insignificantes sean, estoy acompañado. Ya fuera con alguien de mi familia o alguna amistad, son siempre momentos que compartí con alguien a quien quería. Así es que, mientras que disfruto mucho de regresar al Gran Cañón nevado, a los colores intensos del verano de Maine o a San Francisco, estoy mucho más apegado a los álbumes que me traen a la mente una experiencia precisa con alguien querido, donde las vistas y los sonidos al exterior del auto son secundarios a la alegría pura que experimenté dentro de él. En estos recuerdos soy tan feliz, no hay una sola cosa que cambiaría de esos momentos. Puede ser cruzar el Bay Bridge a medianoche con dos de las mejores personas que he conocido, con In a Poem Unlimited, de U.S. Girls, apenas audible sobre el rugido del viento; o los besos y caricias torpes pero tiernas del primer amor en la parte trasera de mi camioneta al ritmo ecléctico de Life Is Full of Possibilities de Dntel. He sentido tanta felicidad dentro de los confines de un automóvil con sus bocinas cantando. Me aterra la idea de un viaje en coche sin música, no porque crea que todos esos recorridos puedan ser un recuerdo preciado a punto de suceder, sino porque ese espacio sónico es el más placentero de habitar; es albergue y paraíso, es paz y placer; es donde quisiera estar todo el tiempo, por eso recuerdo tanto.



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