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Cerrajero Sonoro

Actualizado: 10 ago 2021

Un día hace muchos años, cuando aún vivíamos en Cali, olvidamos las llaves y nos quedamos afuera de nuestro departamento. Vivíamos cerca de la clínica oftalmológica a la que fue mi papá cuando accidentalmente le rasgué la córnea. También nos quedaba cerca Palmetto, un centro comercial donde una señora negra vendía luladas y champús (bebidas típicas colombianas). Estuvimos un par de horas encerrados hasta que llegó el cerrajero. Era un hombre moreno, algo chaparro y no muy viejo, debía tener unos años más que mis papás, pero no pasaba los cuarenta. Era amante de las historietas y cuando le mostré mi Batman de juguete me dijo que, en un comic, un villano le rompía la columna. Por alguna razón, este encuentro, que no pudo haber durado más de siete minutos, se me quedó grabado y aun ahora, casi veinte años después, recuerdo la voz del cerrajero. No entiendo por qué lo recuerdo con tanta lucidez. Siento que olvidaré primero la voz de mis padres que la del cerrajero. No es como si quisiera recordarlo, o que a diario piense en él, pero no puedo olvidar esa escena, fuera de nuestro departamento en Cali. Creo que es el recuerdo más viejo que tengo.



Architecture and Morality salió en noviembre de 1981, quince años antes de que mis papás se conocieran y diecisiete antes de que yo naciera. Tendrían que pasar otros veinte años antes de que lo escuchara, en marzo del 2018. Ese tiempo, esos treinta y siete años entre que saliera y que lo escuchara fueron una espera; una espera no muy diferente a ese par de horas afuera del departamento en Cali, mientras llegaba el cerrajero.


“The New Stone Age” abrió las puertas deslizables de un aeropuerto, no sé si en la Ciudad de México o en Quito. Un aeropuerto al que no volvería, o al menos al que no he vuelto desde hace mucho tiempo. Intento acordarme de más, de mi cuerpo, por ejemplo; pero incluso éste oscila entre el de un joven fornido al final de su adolescencia y el de un niño flacucho de siete años. ¿Mi pelo, tal vez? No. Hay un par de olores, pero estos también se mezclan; uno apesta a cigarro y café y el otro huele a desayuno en restaurante de aeropuerto, un Wings o un Toks. También hay otro olor, pero no logro identificarlo. Lo último que siento es ansiedad y miedo, miedo al violento choque de las gigantes llantas del avión contra la pista de aterrizaje; el terror de enfrentarme a una ciudad que no conozco y, años después (¿o tal vez antes?) el terror de salir del aeropuerto y enfrentarme a una ciudad que conozco, y amo, y que ahora yace en ruinas tras el temblor.


“She´s Leaving” abre la puerta a un salón con paredes de ladrillo. Soy el primero en llegar y poco a poco comienza a llenarse de gente que, hasta el momento, no conozco. Un chavo güero de dos metros se sienta a mi lado y atrás de mí se sienta una chica con el pelo pintado y con el apellido de un futbolista. Me río cuando el profesor dice su apellido y ella suspira con hartazgo. Años después le respondería con un suspiro similar cuando me preguntó si la había engañado en mi viaje a Nueva York. Unas sillas adelante se sienta otra chava. Tiene el pelo castaño, ojos claros y una nariz pequeña y aplastada. Su nariz me recuerda a alguien que en ese momento conozco, pero que en unos meses olvidaré.


Su nariz aparece otra vez en “Souvenir”, donde toma muchas formas. En una de estas formas se arruga mientras le sonríe a un gato. Si no me equivoco, esa imagen estuvo en mi celular por un tiempo, pero no tengo manera de comprobarlo; un año después me robarían ese celular en el Corona Capital. En otra imagen está muy cerca de mi cara, casi rozando mi nariz. Hay poca luz y estoy debajo de una cobija en un cuarto extraño, en una casa que ya no existe, en un pueblo con calles de piedra. Debajo de la cobija estamos solos la nariz y yo, dudando por momentos sobre si el pueblo afuera sigue teniendo sus calles empedradas o si estamos de regreso en una terraza en Interlomas o en un March blanco. La nariz se distrae y le robo un beso. También en este pueblo la nariz se ruboriza por el vino gratis de una exhibición de arte. Para la tercera copa me desentiendo de los críticos y le veo la genialidad a un urinal pintado y a un billete firmado por Andy Warhol. Con la nariz aparecen también una plaza, una sala de cine, una película de terror, dibujos de Junji Ito, un bebé, una conversación sobre Naruto y un hombre que me promete que me saldrá barba. No sé bien cuántos años han pasado, pero sigue sin salirme barba.


“Sealand” no es la última en traer imágenes, pero no creo que mi estómago aguante más puertas abiertas. Es la canción más larga del disco, de toda la discografía de Orchestral Manoeuvres in the Dark y de la historia de la música. Sus siete minutos con cuarenta y siete segundos son lo que duró la conversación con los policías, igual sobre una calle empedrada, pero ya no en el mismo pueblo que antes. Por momentos, “Fiona Coyne” de Skylar Spence se cuela en esos siete minutos. También se cuela toda la discografía de Arcade Fire, de Future Islands y de Gorillaz. Un vuelo transatlántico también duró siete minutos y, si fuera a subirme ya mismo a mi coche, haría siete minutos de aquí a Polanco.


No pienso indagar mucho más, ni abrir más puertas. El daño está hecho. Tal vez fue un error hablarle al cerrajero. O tal vez no.


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