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Concerto Primo

Como seres humanos, nos encanta vivir en los recuerdos, rememorar con nostalgia momentos del pasado, especialmente si son momentos que ya no tenemos. A veces esto resulta contraproducente y va seguido de una tristeza que invade el cuerpo entero y dilata la sensación del tiempo (aunque tal vez no es tan malo eso: estoy trabajando en ello); otras pocas veces, en cambio, estos pensamientos vienen acompañados de una sensación reconfortante que, si bien nos presiona el pecho y tal vez anuda nuestras gargantas, nos arranca una genuina sonrisa. Últimamente he notado que varixs colegas músicxs nos encontramos reviviendo los momentos en los que tocábamos en conjunto, todas las sensaciones que esto implicaba y que ahora no tenemos. Sin embargo, nada como la primera vez, que siempre será única e irrepetible.


 


Todo el camino que habías recorrido hasta ese día se vería hoy reflejado en el ensayo, tu primer ensayo. Unas cuantas horas después de la audición habías leído los resultados pegados en una hoja afuera de la sala, misma que indicaba dónde habrías de sentarte de ahí en adelante: te tocó la última silla.

Llegas a primera hora, instrumento en mano; entras por los camerinos y, al salir al escenario, todavía completamente vacío, observas que, como por arte de magia, todos los asientos están acomodados. Dejas tus cosas sobre las butacas y te sientas en el lugar correspondiente.

No sin temor —esta mezcla de miedo y emoción, que actúan como una intensa oleada de adrenalina por todo tu cuerpo—, te acomodas y tocas una cuerda al aire; nada como sentir el inmenso rebote de la vibración que produces. Miras al frente y notas que ya hay una carpeta sobre el atril con un montón de hojas adentro; la abres y hojeas las partituras con nerviosismo, aparentando que sabes lo que estás haciendo. Comienzas a leer algunos pasajes que encuentras difíciles, pero, efectivamente, no sabes lo que estás haciendo. Suspiras, te inclinas sobre el instrumento, acomodas tus brazos sobre él y miras a tu alrededor, tamborileando los dedos sobre la caja y disimulando esos nervios que todavía apremian.

Pronto comienzan a llegar tus demás compañeros y compañeras. Conoces a una octava parte de la gente que te rodea. La misma rutina que tú habías llevado a cabo minutos antes la repiten quienes llegan, pero con mayor naturalidad: se saludan y platican, se preparan, afinan y comienzan a hojear las partituras. De repente, el espacio que te había hecho sentir un ser diminuto y solitario, se siente repleto, el aire se densifica con cada sonido que sale de diferentes secciones; sientes una sonoridad familiar por los conciertos a los que habías asistido antes, pero que ahora te rodea desde adentro, te abraza y te invita a formar parte.

El barullo comienza a convertirse en escándalo, entra el director. El paisaje va en decrescendo hasta desaparecer por completo cuando el director se coloca en la tarima. Saludos, breve introducción a la obra y, sin más, alza ambas manos sosteniendo la batuta. El silencio es sepulcral, todavía más tenso que aquél que te había recibido cuando entraste a la sala en completa soledad; pero dura apenas un instante, apenas si se alcanza a disfrutar, porque el director deja caer las manos en señal del primer tiempo y entonces todo empieza a correr.

Aunque es bastante evidente que todo el ensamble está leyendo de primera vista, lleno de tropezones y espacios incómodamente vacíos, el encantamiento es tal que no logras notar ninguno de esos errores. Te das cuenta de que esa sensación es todavía mejor: el sonido es ajeno y a la vez propio, las vibraciones penetran desde todas las direcciones en las paredes; en tu instrumento y, por lo tanto, en tu pecho. El estrés de no coordinar la mirada hacia la partitura y el director, sumado a tu terrible lectura a primera vista, son innegables; perteneces a la música, tanto como ella te pertenece a ti.

El instante mágico dura poco: unos compases adelante, el director frena en seco y comienza a corregir secciones que, ya siendo escuchadas por separado, dejan completamente expuestas las desafinaciones y tropezones. Mejor correr un piadoso velo.

Esta dinámica se repetiría varias horas a la semana, cada vez con mayor entusiasmo. Continuarías estudiando los pasajes por tu cuenta, ahora temiendo que, un día, al director se le ocurriría repasar alguno de ellos con tu sección, pero de manera individual (alguna vez te tocó hacerlo y conociste el terror de verdad). Más adelante, conocerías la intimidación de llegar el día del concierto y tocar en la enorme sala que te recordaba a esa catedral, tan inmensa e imponente que, además, tendrías que llenar y honrar con sonido, con la música que habías aprendido.

Con el tiempo, todo esto se iría convirtiendo en cotidianidad: menos sorpresas, más rutina. Sin embargo, nunca olvidarías esos días, esos momentos mágicos en los que, probablemente, habías conectado más intensamente con la música y la gente que te rodeaba.


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