Corona Capital, de todo y sin medida
Actualizado: 25 mar 2022
A mi amigo maltripeado…
A eso de las 20:20 The Raconteurs anuncia el ocaso de su concierto. Tras numerosos amagues de conclusión y enfurecidos acordes, Jack White apacigua por fin sus bluseros y distorsionados impulsos. Entonces te enfrentas a la primera disyuntiva crucial: ¿comprar algún tentempié o gastar en el sexto trago propiciatorio? El tiempo que inviertes en sopesar el dilema es breve, decides al instante y la inmediata ráfaga de autojustificaciones cerveceras no hace más que aumentar en volumen y extravagancia: bajo la promesa de una experiencia estética inefable y una catarsis musical tremenda, pides una cerveza doble. (El primer trago advierte al estómago vacío, que ha entendido el mensaje y se resigna, una vez más y tras un par de sutiles reproches, a horas nocturnas de inactividad.) No hay remordimiento.
Pasan unos cuantos minutos y comienza el acecho por mesas libres, algún amigo divisa una y el más deportivo del grupo corre a apartarla. Jamás se había visto faena atlética más ágil y virtuosa; todos confían plenamente en su talentosa zancada y se limitan a mirarlo desde lejos, con soberbia parsimonia, hasta llegar complacidos al sitio tan feroz y orgullosamente custodiado por el susodicho. Tan pronto se completa la congregación, acontece la breve pausa para observar las adquisiciones de los demás; de repente la cerveza doble pierde su atractivo, y en cambio aquella pizza y aquel emparedado lucen tan sugestivos… Después notas que los demás observan tu cerveza sedientos, y en un intento por solapar los respectivos arrepentimientos, se ratifican las decisiones de compra con una mordida grotesca o un trago exagerado.
No pasa mucho tiempo antes de que comiencen a ventilarse las primeras impresiones del concierto pasado. Se concluye de manera unánime que Jack White y Brendan Benson hacen una excelente dupla, pero que The White Stripes gusta más. A los comentarios halagadores de los solos de guitarra les siguen nimiedades sobre la probabilidad de precipitación o la ubicación de algún puesto. La congoja por la lluvia conduce la conversación a la necesidad de identificar sitios techados en el mapa, lo cual lleva a un sinnúmero de hipótesis y planes de acción para evitar mojarse, lo cual conlleva una extensa crítica a la logística del festival, a lo que le siguen descabelladas disertaciones de si yo lo hubiera organizado o sería mejor hacer tal cosa. De modo que en medio de un caos semántico y con monumentales añadiduras imaginarias a la estructura y geografía del evento, se termina creando una monstruosa utopía churrigueresca de conciertos a prueba de cataclismos y hecatombes improbables. Entonces se repara milagrosamente en la hora, dan las 21:20 y es momento de alistarse para Billie Eilish.
Tan pronto se levantan de la mesa, tomas la delantera en la caminata. Les esperan inexorables y cansados minutos de codazos y empujones antes de establecerse en algún punto de visibilidad decente hacia el escenario. Por fin llegan. Suspiran. Esperan. Mientras tanto, aquel amigo que siempre copiaba en los exámenes, manteniéndose impune desde que lo conoces, comienza a hurgar en sus bolsillos con una sonrisa furtiva en el rostro. Finalmente da con el objeto de su búsqueda, que resultaba ser un cigarro electrónico, y ofrece caladas a los demás. Tú las rechazas cordialmente, mas otro amigo acepta. “Te va a pegar chido”, no existe premonición más contundente de una experiencia desagradable que aquellas palabras. Segundos después, ese par de caladas surten efecto y miras a tu amigo agitar la cabeza en desconcierto, pero antes de poder preguntarle cualquier cosa, escuchas en la conversación de algún espectador aledaño su admiración por la corta edad de Billie Eilish. 17 años… De pronto tu imagen de universitario desaliñado, sosteniendo su renovada cerveza doble como si se tratara de alguna especie de trofeo o de logro sublime, te infunde una autocompasión insoportable… Nada que no pueda mitigarse con los usuales insultos al sistema y la repartición de quejas y culpas a sociedades anónimas que han vedado tu éxito artístico de quién sabe cuántas maneras imaginables. -Algún día serás tan reconocido que no tendrás que elegir entre bocadillos o cerveza…-
La comparación con una adolescente de 17 años de éxito mundial es dolorosa y, sin embargo, inevitable. Logras mantener la consternación a raya, pero sabes que regresará tarde o temprano. Por suerte, un abrazo desmedido de tu amigo te distrae de la preocupación. Devuelves el gesto, aunque extrañado y contenido. El abrazo dura más de lo habitual y resulta incómodo; tu amigo balbucea unos sonidos y ríe sin razón aparente. Entonces volteas a verlo: los ojos rojos y su nuevo lenguaje onomatopéyico revelan su estado. -¿¡Qué dijiste!?- Preguntas un poco alarmado. -Que me siento raro- Responde entre risas poco convincentes. No dices nada, no tienes ganas. Sin poder reaccionar, vuelves a ser abrazado, ahora con más fuerza y durante más tiempo. Soportas la asfixia afectiva sin remedio. De golpe comienza a hacer peticiones de lo más originales, como insistir en la adquisición de una paleta de caramelo o pedir que los espectadores cercanos dejasen de hablar o, cuando menos, que cesaran de pronunciar la letra “n”, puesto que le molestaba sobremanera. A continuación, saca de su bolsillo derecho el celular, y echa a correr el cronómetro que para ayudarlo a entender el tiempo, que pasaba más lento de lo normal. Pésima idea.
Tú buscas distraerlo hablándole de la infancia o de fútbol o de los impresionantes años de amistad, pero no despega los ojos del cronómetro. Apenas pasan 20 segundos y para él se sienten como horas estancadas, minutos de tiempo enfadado que se detienen a propósito para jugar con él. Mientras tanto, él quiere su paleta de caramelo, la cura lógica e irrefutable a toda turbación mental. Llamas a un vendedor ambulante y preguntas por la anhelada paleta. Te explican que por cuestiones ético-políticas para con los distribuidores y patrocinadores del evento, que exceden su criterio y poder comercial, les es impensable vender ese tipo de productos; por lo tanto “lo siento mucho, joven, pero no va a ser posible”. El vendedor y tú lamentan el estado de tu amigo, no obstante, repones la carencia de caramelos con palmadas en su espalda y caricias ocasionales en la cabeza, que te parecen un excelente paliativo de brotes psicóticos.
La hazaña es lograda: transcurren los pocos minutos de espera para que comience el concierto, y tu amigo sigue vivo. Todo se oscurece y, bruscamente, se encienden unas luces rojas junto con estridentes bajos que levantan el ánimo de decenas de miles de personas, menos el de tu amigo, que se espantó con la explosión sensorial. Comienza a sonar Bad Guy y se gesta un inicio tan convincente que resulta imposible resistir los coros y los brincos entorpecidos por la falta de espacio. Tu amigo no canta, pero balbucea a tono. Concluyen las únicas dos canciones que conoces, y disimulas tu desfamiliarización de las demás llevando el ritmo con la cabeza. A estas alturas tu amigo se encuentra aferrado a ti impenitentemente y expresando sus deseos de desmayarse, a lo que respondes con una nueva sesión de palmadas en la espalda.
Aprovechando el cronómetro que desde hace rato yacía frente a ti, miras la hora en el celular. Las 22:10, tiempo de dirigirse al otro escenario para pelear por buenos lugares en el concierto de Interpol. Tu amigo te dice, entre sollozos, que no quiere ir, que continúes sin él. Desde luego lo ignoras y te lo echas en la espalda, abriéndote paso entre la multitud como un auténtico mártir moderno, con un amigo agonizante colgado de tu cuello y sosteniendo aún, en la mano izquierda, el vaso medio vacío de cerveza tibia. En el camino, la gente no silencia sus comentarios sobre el deteriorado estado de tu amigo, lo cual amedrenta todavía más su de por sí afligido rostro, y alimenta extrañamente tu cariz pseudoheroico: quizá no estés de gira mundial ni ganes millones de dólares al mes como Billie Eilish, pero posees una filantropía admirable.
Por fin llegan a un sitio cercano al escenario. Suspiran. Esperan. La gente comienza a compactarse y la presencia masiva de miles de personas empieza a sentirse a sus espaldas. Por supuesto, este fenómeno representa un nuevo objeto de abatimiento para tu amigo, que ha decidido sentarse y hacer frente, así, a sus siguientes dos horas de sufrimiento infernal. La banda aparece, finalmente, y arrancan con C’mere. Ninguna canción de “Antics” puede fallar, lo que propicia el estallido de la multitud. De nuevo los brincos arrítmicos y los coros desenfrenados; por suerte el implacable ruido esconde los gallos de tu voz que, de haber sido escuchados, hubieran costado tres meses y catorce días de burlas. De vez en cuando verificas si tu amigo continúa respirando, su menor movimiento alivia tu preocupación y reanudas la histeria musical con más y mejores gallos. Repites estas acciones al término de cada canción hasta que el concierto finaliza. Entonces es momento para la última odisea de la noche: hay que salir del autódromo atravesando un desbande colosal.
De nuevo lo echas a tu espalda y caminas medio tullido por el cansancio y el peso extra. Ahora la gente está demasiado agotada para comentar tu proeza y la filantropía disminuye exponencialmente. Lo haces caminar. Te recrimina en balbuceos ininteligibles al borde del babeo y, como un padre que se rehúsa a sucumbir ante los reclamos de su niño para llevarlo en brazos, le explicas que no sucederá, que aquí no se hace lo que él quiere. Sus quejidos cesan debido a sus incapacidades motrices antes que por haber impuesto tu ridícula autoridad, no obstante, caminas complacido. La tortuosa andadura continúa y, tras haber marchado unos 200 metros, escuchas un rugido intestinal proveniente de tu amigo. Enseguida volteas a todos lados en busca de botes de basura y te diriges rápidamente hacia el más cercano. No hace falta esperar mucho antes de que su hasta entonces contenido mareo haga su trabajo. Prefieres no mirar, sin embargo, no escuchar aquella funesta turbulencia resulta imposible. En un intento por desafiar la enorme impotencia que sientes te preparas para dar inicio a la tercera tanda de palmadas anticatástrofes en la espalda de tu amigo cuando, insospechadamente y de entre los arbustos, aparece un miembro del personal de limpieza. -¿Qué le pasó a tu amigo?- No respondes, pero entiende perfectamente que tu amigo no se encuentra precisamente descansando en el borde del bote o buscando ahí algo que tiró por accidente, y corrige: -Ve a buscarle un poco de agua, yo me quedo con él aquí.- Te diriges agradecido a la zona de puestos. Debes caminar un buen tramo a contracorriente, pero por fin llegas, suspiras… esperas un segundo frente a la barra y, exhausto, ordenas una botella chica de agua para tu amigo. La vendedora regresa después de unos segundos con tu botella de agua. -¿Sabe qué? También tráigame una cerveza doble.-