Pareciera que comienza en el estómago. Similar al hambre de un cigarro, la que no puede ser sanada por comida. Son como náuseas, sientes que en cualquier momento vas a vomitar, pero por más grande que sea el esfuerzo nada sale. A lo mucho un nudo en la garganta, que dificulta las palabras, pero no más que eso. Por años creí que esas nauseas venían de abajo; que antes del estómago empezaban en el intestino e iban subiendo hasta llegar a la garganta. Pero no nace de adentro, de las tripas. Que éstas se retuerzan no es el causante; es uno de los efectos. Me tomó años darme cuenta que venía de arriba. Del oído.
Se adhiere al estómago, porque tradicionalmente el miedo habita el torso, pero nace del sonido. De lo que escuché en el campo abandonado y en la cafetería atascada. Es una disonancia; un malentendido entre lo que no puedes dejar de escuchar y lo que tu alma te grita que es. La cabeza se involucra sin lograr mucho. Es un mediador inútil que por casualidad se encuentra entre la cóclea y la bilis. Porque si cierras los ojos no ves, si dejas de respirar no hueles, si la lengua no toca nada no puede probar y en sueños el cuerpo flota inerte sin sentir el roce del tacto. Pero el oído es el partido Nazi. Es el estado comunista y el líder del culto. O eres o no. O escuchas, por más mínimo que sea, el incesante retumbe que estremece al corazón y te deja sin aire, o te revientas el tímpano con una escopeta, con la esperanza de que no escuchar sea mejor. Un monstruo siempre presente que, en los más desesperados intentos, puedes hacer retroceder o ralentizar unos metros, pero que nunca se detiene.
Lo escuché por primera vez cuando tenía cinco o seis años. Sentí que me iba a morir. No sé si fue un domingo, pero se sentía como un domingo. En mi memoria, la cual nació ese día, hay una imagen de la lluvia, golpeando el ventanal de mi cuarto en completo silencio. La televisión también está prendida, pero alguien, o algo, la puso en silencio. El ronquido de mis padres debió haberse curado porque de su cuarto no se escuchaba nada. Aun asomándome a la pequeña privada, mirando hacia fuera buscando ayuda, tal vez del vecino unos años mayor con el que ando en bicicleta o del que barría las hojas, aun así, no logré escuchar nada más. Bien pudieron haber estado mi vecino y el de las hojas y mis abuelos y la primera niña de la que me enamoré justo afuera de mi casa, reventando el timbre y a nada de tumbar la puerta. Yo no escuchaba más que la maquinaria.
Consumido por el morbo, ya que el sonido comenzó como un secreto tenue, me levanté y fui a buscarlo. Si levantaba la mano podía sentirlo: era como agua seca, como clavarte en una piscina de mercurio. Te sabías rodeado, pero no podías probarlo, no había seña ni evidencia. Y mi mano, la primera en sentirlo, guío al resto de mi cuerpo dentro de esa nada, ausente de todo sentido que no fuera auditivo. Perdí la vista (no sé cuándo o si es que la recuperé) dejé de respirar, me tragué la lengua y me hundí en las fauces de Hermes el griego. Estaba en paz. Solo con mis dos agujeros a cada lado de la cabeza, ronroneando vagamente aquello que tanto me aterra. Y así estuve dos, o tres, o tal vez cuatro siglos, suspendido en la pila de heno. O tal vez fue un instante ya que, con el mismo suspiro fortuito con el que entré, desde lo más alto se me juzgó y se me expulsó. Creo que fue la primera vez que lloré no por caerme del columpio o por berrinche, y al salir sentí tanta tristeza que no pude sino llorar a cántaros. Lo único que le gana al miedo de haber entrado fue el terror de haber sido expulsado.
Mi cuerpo es más grande, más fuerte; mi mente ha tenido décadas para soportar las decepciones y los meses de parálisis, he aprendido a lidiar con lo que hace un año me destrozaba, con lo que hace seis meses era una idea, una preocupación hipotética, y que hoy se ha convertido en una realidad más. He crecido, he aprendido y he podido con todo lo que ha venido y sé que podré con lo que vendrá.
Pero ahora, ahora mismo, lo escucho. Con la misma intensidad que la primera vez. Y por la columna siento el frío, el mismo que la recorrió ese domingo. Sabe lo cerca que estuve aquel día y hoy se burla de mí. Se burla porque sabe y porque, por más que lo intente, yo no lo sé, y eso él lo sabe. En este momento, en este mismo instante, lo escucho. Y por más enterrado que esté, por más esfuerzo que hagas por mantenerlo sofocado, tú sabes que también lo escuchas.
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