Me hablaba de los Beatles, de cómo Ringo era de los mejores bateristas de la historia y George era de sabidurías puntuales como Ferb.
Y no paraba de hablar y, del otro lado, la parte por la que pasamos de ida ya no estaba. En su lugar estaban los restos chamuscados de los árboles.
Comenzó “Athens, France” pero sólo me acuerdo del primer minuto. Después, la canción da un giro y toma un camino que aún no me grabo, pero el primer minuto ya lo tengo.
Ese minuto reapareció un par de días después. Noche de descanso extraño seguido de una pesada mañana de lunes. Con todo y el trote matutino, sentía ese enojo que sólo aparecía en derrotas del Barça o de la selección de Colombia.
Pensé, mientras corría, en la suerte de las lluvias del sábado, en que de haber sido en una época más árida el incendio hubiera llegado hasta nosotros. Pensé en unos lentes de sol y me asustó la imagen de un grupo de jóvenes saliendo del parque.
Y me siento más débil y más tonto que hace 5 años que entré a la carrera y culpo a la carrera y a la universidad y a mi generación y al profesor de dirección técnica y a la administración y reparto las culpas que ellos también reparten y me siento solo en un salón de clases y me siento solo en mi casa y me siento solo con mi novia y se lo digo y es una hora de sacarla del trance porque mi soledad le duele más a ella que a mí.
Y veo a Alfonsina y no siento nada y ella ve a Geordie y no le podría importar menos y veo el bolero glam que detesto y ella intenta adivinar con pereza cuál de las tres es Tyler Hyde.
Pero se termina el minuto y mi mente se nubla y se achicharra como los árboles y en su lugar queda la excusa de tronco por la que pasamos y la imagen de la ceniza y la de los videojuegos y de la masturbación y de la dieta y de comer de más, el alcohol, el sexo, y todo se conjunta en las preguntas sobre lo que me hace daño y lo que no.
Y pienso y siento que soy yo el dañino —el repartidor de culpas termina siendo el culpable— y no es el profesor de dirección técnica y no es un terrorismo creativo y no es una falsa mediocridad generacional. Soy yo y la gente, y la idea de que nunca nos hemos llevado bien.
Al final, no pienso más. Llegan las lluvias y me agoto de pensar, pero son las cuatro y no puedo dormir y culpo al pensamiento y al enojo cuando ambos me dejaron antes de medianoche, pero tengo que escribir algo porque no puedo reprochar sin ser irreprochable y me duele la garganta, y aunque la medicina llegó tres días tarde me la tomo porque si no mi mamá se preocupa y su cara de preocupación me preocupa y entonces no puedo dormir y es volver a empezar.
Y ya no sé lo que es venganza, lo que es honestidad, lo que es cariño y lo que es sadismo. Alguna vez se entremezclaron y creí separarlos y ponerlos cada uno en un corral, pero llega el incendio y vuelven a entremezclarse y no sé, y no sé cuál es cuál ni dónde estaba uno ni dónde estaba el otro. Un comentario inerte o una buena intención se vuelven violentos y la violencia es lo peor que hay, no, no violencia no, pero a mí me gusta y la necesito, no para ejercer, no para los demás, pero sí para mí, para separar lo que sí de lo que no. Todo termina entremezclado por miedo a una violencia hipotética y me sigo sintiendo débil.
Termina la canción y espero con ansias Cavalcade o cualquier indicio de música nueva. Me llega un mensaje de mi mamá preguntando si estoy bien, que vio el incendio en las noticias y, a punto de responderle, cierro la conversación y elijo el enojo y la mezquindad de un bloqueo cobarde. Me arrepiento al instante, pero el daño está hecho.
Antes de dormir escucho las trompetas de “John L” y me acelero y debato si bajar a comer o si masturbarme, o ambas, o ninguna.
Intentaré dormir y si mañana sigue el pensamiento… escucharé el segundo minuto de “Athens, France”.
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