Saúl Ojeda y sus Canciones
La sala está lógicamente llena, y corre, entre una y otra testa, el anecdótico murmullo de los presentes. Se revuelca uno en la silla tanteando la felpa, como encontrando el colchón propicio, favorable a los dimes, la risa y los diretes. Me pregunto como el resto si, en medio de tal palique y tal enjundia, cabría la última, la más apresurada excursión al baño —pues el cine y otros oscuros recintos me han enseñado, más temprano que tarde, a acatar los anuncios del cuerpo—: “Total, aunque sea unas gotitas”, dijera la voz sabia, por si acaso, ante la llegada de los músicos. Entonces las luces se extinguen y reina el silencio. Enfrente posan los jazzeros, solemnes, nocturnos, ceñidos al piano, la tarola y las cuerdas. Así posan dando pie a una tos, a un ligero gorgojo que indica forzosamente el inicio del concierto. ¡Alivio! ¡El champán que choca y quiebra en el latón del buque: dichoso espectador, que ha bendito la reunión con el estruendo de su flema!
Y sucedida la cuenta (los fatídicos chasquidos) se arranca el bataco, porte pedro, mirada cervera, y ataca el parche tartamudo que grita gracia, riñe y ruñe, frunce y muge. El susodicho ladea el cuerpo e inclina la cabeza unos veintitrés grados a la izquierda, luego tensa las mandíbulas como quien mastica un conejo silvestre, huidizo entre las trabadas muelas, portador del reloj maldito que Alicia llamó inframundo y que los entendidos en la materia llamamos swing. Así se dispone el encantamiento, la proliferación de los repertoriados tics: el pie que sube y baja, el cuello que va y viene, las manos trémulas al ritmo de “Belladona”, hasta que el piano, de nombre Roberto, de apellido Verástegui, de indescifrables intenciones, suspende un acorde impío, llanamente cruel en un arrebato de lo más penumbroso, y luego otro y otro de modo que el misterio es doble y después triple. Él se hace el que no se entera, pero en el fondo se acaricia las barbas con definitiva sapiencia, como hiciera Merlín en las musgosas arboledas de Britania una vez consumado el prodigio. Entonces, como para interrumpir la creciente ola de nervios, se aparece la voz diáfana y luminosa, la terapéutica sustancia, el bálsamo arrullado que los más esforzados exegetas se han empeñado en llamar Dios, pero que en realidad responde al nombre de Laura Itandehui; sinónimo, durante el tiempo del canto, del más laico de los placeres y, no obstante, del más místico deleite.
Pienso en el apocalipsis, en tamañas devastaciones apostólicas presididas por trompetas que, en esta noche de febrero, en el Museo Tamayo, se metamorfosean en el saxo de Federico Hülsz en “Song for a kid who remained a kid”, en sus graves melodías hacia la nostalgia de un mundo por perderse cuando, repentina, se yergue Laura Itandehui previniendo el cataclismo, y entona y envalentona, y vaya diosa melodiosa, ¡cuánto melo sin ser odiosa!: ¡Oh diosa, que esconde un río bajo la lengua y sobre ella el principio de un fruto! Cuando abre la boca el aire es alimento. Y la vida sabe a “Fresas”.
Por supuesto no soy el único que se imagina estas cosas. A mi lado está sentado Sergio Ponce, quien produjo el disco que contiene estas Canciones y ahora baila tregua y baila catala, totalmente a su merced, y celebra los inspirados fraseos como si fueran goles, con impúdico regocijo e inundada alegría. Al escuchar sus reacciones, uno se pregunta cuándo fue que el jazz abandonó la calidez del tugurio, sus espesas fumarolas, su bullicio colménico, y voltea a ver la quietud que impera en el recinto sin poder desprenderse de aquella extrañeza, aguantándose las ganas de sumar otro alarido, un grito que inicie el argüende. Y uno se convence de que, entre todos los presentes, Sergio Ponce es un cronopio rodeado de famas, por aludir a las ya célebres categorías de un buen amigo mío, de cuyo nombre no paro de acordarme.
A todo esto la pieza en turno llega a su fin. Hasta entonces discreto, el orquestador del emotivo trajín aparta por primera vez la mirada del diapasón y se aproxima al micrófono para pronunciar el discurso que, todos esperamos, contendrá el ambicionado secreto, el palpitante corazón de aquello que hemos experimentado desde que menguaron las luces en la sala; el músico sonríe de forma incómoda y, luego de probar sin mucho éxito algunas palabras en su mente, agradece al público y promete “algo bonito”, para añadir que lo que viene es de Silvio y se titula “Rabo de nube”. Los presentes sondeamos la profundidad del adjetivo “bonito” y coincidimos en su justeza para describir lo vivido. Entre los copiosos aplausos se cuela un suspiro, quizá de alguien que ya anticipaba los versos del trovador habanero y se imaginaba todo alcanzado por lluvias blandas y brisas pálidas. Para entonces Saúl Ojeda ya tantea su contrabajo, sus morenos recovecos, y reconoce en su abombada geografía algo similar a la patria, que no es más que esa madera tibia que caminan sus dedos, ese largo sendero en cuya planicie recobra la sobriedad y todo vuelve a empezar. Así, tras la apagada confesión de un contrabajo, se agazapa el autor intelectual de las Canciones, que en un gesto de reclusión, pero también de comunión, hace vibrar las cuerdas en ese gran pulmón que abraza. De adentro hacia afuera, así como el Sennin recorre las montañas sentado en la impasible piedra; así como la tortuga asoma el rostro para descubrir que el peligro ha pasado.
Enormísimo Bruno, recreador de cronopias atmósferas.