top of page

L'amante qui reste

Actualizado: 27 jul 2023

-J’aime bien les gens qui disent “oh ça me fait mal”.

-Pas les gens cuirassés.

-Ça n’existe pas. Tout le monde pleure dans son lit parfois.


Hablemos de la noche del 27 de octubre de 1961, cuando los aplausos se enmarañaban como avispas sobre las butacas del teatro Olympia. Recordemos aquella ocasión en la que cada tres minutos y medio, las miles de palmas reanudaban su orgía con agradecidos estruendos, hasta que Jacques les mostraba los dientes o anunciaba con un gesto la siguiente canción. A estas alturas todos saben que París no se rinde a cualquiera, que hacen falta más que dos rosas y una sonrisa para agradarle; hay que saber habitarla, corresponder su desenfreno y su calma y, de vez en cuando, decirle lo que quiere escuchar. La gran ciudad es caprichosa e indómita, y hasta el día de hoy, sólo unas cuantas voces y un par de trompetas han podido decirse sus amantes. Pero a Jacques París le hablaba, acaso le cantaba de repente, y aquella noche de octubre conversaron frente a dos mil personas, o testigos, o cómplices, o enamorados; una colmena embelesada en su esbelto ámbar.

Yo apenas conocía a Jacques; digo apenas porque asumía que él era más que sus canciones, que eran mi único contacto con él, aunque pude formarme a través de ellas una muy buena idea de su persona. Así supe, por ejemplo, que sostenía desde hace tiempo un romance con la ciudad.

-Eh, Lou, si fueras Jacques Brel y tuvieras que hacerle el amor a París ¿cómo se lo harías?- Interrogaba a mi amigo en los breves ratos de ocio.

-Se lo haría como se lo hago a Agnès: con un café en la rue Saint-Michel y una frase desmedida-. Luego Agnès lo encaraba risueña y le reprochaba con ironía -Así no me sorprendería que te dejara, eres muy poco inventivo. Tienes suerte de que yo sea menos exigente que París-. Y sin embargo, Lou y Agnès se amaban con locura; era imposible pensar en ellos por separado, sólo existían en unidad, como Jacques y París.


Conseguí tres boletos para el concierto un par de días antes de la fecha; de inmediato llamé a Agnès y a Lou para invitarlos a cenar. Una vez en el resto, les di la noticia: iríamos a ver a Jacques Brel al teatro Olympia. Enseguida se dibujó en sus rostros una alegría violenta, había sido una sorpresa fantástica.

-Tú sí que eres listo - apresuró Lou-. En vez de hacerle el amor a París con un café, la llevarías con Jacques, para que él se lo hiciera por ti.

Eché a reír, dándole la razón; sin duda eso es lo que todo hombre sensato haría, pero Lou aún estima demasiado sus encantos como para aceptar la ayuda de grandes ídolos como Jacques. Al terminar la cena acompañé a Lou y a Agnès de regreso a su piso en la Rue de Buci, nos despedimos emocionados por el día del concierto y yo regresé a mi apartamento. Mientras andaba, no pude evitar pensar en Ágata; hace tiempo no sabía nada de ella e imaginé lo mucho que le hubiera gustado ver a Jacques en vivo. Nos habíamos prometido ir a verlo juntos, pero las circunstancias nos separaron antes de que pudiera suceder. Había olvidado que mis vinilos de Jacques eran en realidad suyos, pero los había dejado al partir, no sé si por despiste o como una despedida piadosa. En todo caso, el gesto indicaba que nos guardábamos demasiado afecto aún, quizá más del que se acostumbra en estas situaciones. De pronto, sentí una pena intensa, unas ganas insoportables de despertar a su lado y volver a dormirme con la certeza de encontrarla luego, leyendo el periódico o escribiendo notas en alguno de sus cuadernos. Todavía conservo muchos libros con apuntes suyos en los márgenes y es imposible no dejar escapar una sonrisa furtiva cada que los leo. Ágata no le temía ni a Homero, ni a Virgilio, ni a Dante; y si algo no le parecía, simplemente lo subrayaba, trazaba una flecha hacia el costado y le dejaba una nota inquisitiva, de modo que entre canciones de Jacques Brel y Léo Ferré, y refutaciones a poetas clásicos, Ágata terminó por llenar cada rincón del apartamento, habitándolo entre páginas y estantes con su presencia desafiante y simpática. Hacía bastante tiempo que no la extrañaba tanto. En ocasiones, como aquella noche, sentía su sombra pisándome los talones. Por fin llegué al apartamento y, después de echar la gabardina a la silla más cercana, me tumbé en la cama y me quedé dormido con Ágata en la garganta.


Al amanecer, reuní mis vinilos de Jacques y los amontoné al lado del tocadiscos. Lou y Agnès me invitaron a comer, pero inventé quehaceres para quedarme en casa a escuchar música. Tenía la intención de escuchar todos los vinilos; quería colmarme de baladas hasta no poder más, hasta saciar por completo mis ansias del día siguiente. Au printemps, aquel álbum saltarín y glaseado esbozaba el día, apenas opaco, que comenzaba a empapar la mesa y la madera del suelo. Jacques abría la boca y abrazaba como un árbol al tímido amarillo matinal. En cualquier momento la luz se quebraría y caería en añicos sobre mi plato de fruta. Pero ahí estaba Jacques, siempre Jacques, primaveral, amaneciendo para que las horas no se resquebrajaran como vidrios burlones. Luego, con Quand on a que l’amour, todo empezó a enamorarse. Un piano demasiado cosquilludo deambulaba por el balcón y el ritmo se sonrojaba con su voz. La coquetería se desarrollaba en el alféizar y tocaba las sábanas al borde del vértigo, pero de nuevo Jacques, siempre Jacques, interponiéndose al suicidio, atardeciéndose para cansar al amor. Sin embargo, La valse à mille temps, donde los vientos y las mujeres parisinas… Todo un tintineo, todo un asedio cadencioso que marcha a nuestras espaldas, todo saliéndose de las manos, un despilfarro de posdatas; pero ahí está Jacques, siempre Jacques, reincorporándose en las sombras, disipando con un manotazo las tinieblas. Ahí está él y parece que ahí estará para entender a la ciudad que se desborda, para salvar al alba las buenas intenciones y los lamentos sinceros. Ahí está él y parece que ahí estará… Con esta idea en mente, me metí entre las cobijas, esperanzado, sabiendo que a la noche siguiente, lo vería en el escenario, cantándonos nubes y pláticas y fantasmas. Entonces cerré los ojos y dormí.


Soñé con Ágata. Yo aparecía sentado a la mesa de mis padres, deslumbrado y ciego. De golpe, la luz que me cegaba recorrió mi garganta lentamente, hasta salir por mi boca como un astro apagado. Pude ver de nuevo. Nadie notó la luz que salió de mí, y yo me olvidé rápidamente del suceso, aunque permanecí un poco aturdido. De repente, unos brazos cálidos me rodearon el torso y una voz me dijo -Qué bien que nos ha ido estos días ¿no es así?- Era Ágata, la reconocí de inmediato. Un poco desconcertado por su inusual cariño, la abracé de vuelta y asentí. Después de un momento, me repuse.

-¿Dónde has estado estos años? - Le pregunté curioso.

-¿Qué importa? Ahora estoy aquí y deberías alegrarte -. Dijo ligeramente titubeante, pero manteniendo el tono afectuoso.

Era cierto, la cuestión era muy simple: ahora estaba con ella y me alegraba. Pero en el fondo no podía aceptar su retorno con tanta despreocupación; se había ausentado lo suficiente para colmar mi ánimo de dudas, que si bien no impedían responder a sus caricias, impregnaban mi consciencia de incredulidad. Terminamos paseando por caminos consabidos; ella seguía siendo Ágata y yo me permití amarla de nuevo como la mujer que aún vivía conmigo, leyendo el periódico en las mañanas y esparciendo su presencia en la literatura y la chanson française, como regándose por mis días como migas de pan en la acera.

Desperté sintiéndome más solo que nunca. Desafortunadamente, no podía enojarme, qué estupidez. De la misma manera que una ventana es abandonada por un gato que va de paso, yo tenía que resignarme a estas visitas repentinas y deslumbrantes, pero ilusorias después de todo. Al fin y al cabo no había tiempo para dejar a las viejas congojas infiltrarse en el día. Pasé a casa de Lou y Agnès a eso de las 17:00. Nos dio tiempo de comer algo rápidamente y tomar una copa de vino antes de dirigirnos al teatro. Una vez allí, la multitud se agolpó frente a la entrada, frenética. No era para menos. Se dejaban escuchar emocionantes camelos: que si Jacques saldría a tiempo; que si Jacques rompería en llanto cantando sus amores; que si Jacques daría el mejor concierto en la historia del teatro Olympia. Jacques, siempre Jacques.

-¿En qué piensas? - Me preguntó Lou cuando por fin nos sentamos.

-No pienso en nada, lo estoy esperando -. Respondí despojado de mi paciente trance. Era verdad, no podía albergar ninguna idea en mi mente, acaso sólo podía visualizar una única imagen: el alargado y nervioso traje negro, saliendo de un costado del escenario, rompiendo las miradas del público y reuniéndolas al instante con la primera nota. Volteé a ver a Agnès y supe que trataba de adivinar la primera canción. Tal vez Madeleine… no, será mejor que La statue… aunque todo se presta para que suene Les paumés du petit matin.

No había caso, imposible adivinar. Al cabo de unos minutos, llegaba Jacques con la respuesta. Todos lo recibíamos incrédulos y estruendosos, mientras él se preparaba, delatando sus intenciones. ¡Les prénoms de Paris! Claro. De golpe, el brillo de las trompetas rebotó en las butacas de terciopelo e inundó con ráfagas calurosas las cabezas circundantes. El rubor se expandía a través de las filas como un festival embriagado; circo y lujo se fundían en el teatro con un ánimo deseoso al filo del pabellón dorado, de los labios de Jacques, que erguía con violencia su delgadez y estremecía sus palabras contra el micrófono. Jacques, siempre declarando o declamando, yendo del amor al clamor con la facilidad de un gato ronroneante que corretea por los tejados. Ya no podíamos más, éramos suyos, completamente rendidos extendiéndonos o extinguiéndonos a su gusto, como el humo de su pipa en los camerinos. Y sin embargo, nadie se movía de sus asientos. Al contrario, todos queríamos más de él, todos ansiábamos que se abandonara un poco más frente a nosotros, queríamos ser más suyos hasta echar a volar como cuervos sobre las butacas.

De repente, el éxtasis del teatro se apaciguó con fuerza y todos supimos que la gran París estaba allí. De haber estado con ella en la antesala o en la calle, Jacques hubiera encendido un cigarrillo y, con una de esas sonrisas extraordinarias, le hubiera confesado «Je t’attendais». No eran raros sus encuentros, a menudo se veían o se escuchaban con fascinación antes de despedirse y prometerse otra visita. Ahora París se le aparecía en el teatro a mitad de la función, donde la respuesta natural del cigarrillo y el coñac no estaba al alcance. Silencio. La gente comprendía, intuyó la compañía y la acogió. Aplausos extasiados, festejos desbordantes. Entonces Jacques se consternó, supo que la noche se moría de las ganas, que estaba a punto de desmoronarse en la actividad de sus manos, a nada de caer como un pétalo cansado en la infinidad de su boca. El rapsoda desplegó su silueta en el escenario, confrontando al reflector, dio la orden al pianista, que enseguida respondió, y clavó los ojos en la profundidad de París, viéndola, invitándola a sentarse, rogándole que se quedara un rato y, de paso, toda la vida a su lado. -Ne me quitte pas- decía Jacques, maravilloso -Ne me quitte pas- y París se ennegrecía en sus ojos mientras Jacques bebía toda su oscuridad.


El concierto terminó. Nadie lo podía creer. Uno salía del teatro seguro de haber perdido algo, de haber sido cómplice del robo más delicioso y exquisito. -Me parece que esta noche no podré dormir-. Dijo Agnès con la mirada extraviada y risueña, como siempre. Reí sin remedio, yo pensaba igual. De hecho, estaba convencido de que el insomnio era inevitable. Invité a Lou y Agnès a mi apartamento. Ambos accedieron; en el fondo todos queríamos compartir impresiones, o al menos necesitábamos intentarlo.

Una vez en la intimidad de la sala, les ofrecí a los dos un vaso de coñac. Lou aceptó el licor gustoso, mientras que Agnès se aventuró a pedirme un café. A esas alturas, una taza de café a la media noche era lo menos extraño de la velada, y se lo preparé. Debieron haber pasado un par de horas sin que ninguno de los tres pudiera acertar con algún comentario, estábamos completamente aturdidos. De todas formas, la compañía nos servía para mitigar quién-sabe-cómo la locura que presenciamos. Al ver que era imposible retomar el espectáculo de Jacques, cambiamos de tema. Les conté mi sueño de anoche para sacármelo de encima. Ambos me miraron con una ternura puntiaguda.

-¿Sabes? -añadió Agnès -. Hubo un tiempo que soñaba diario con una serenata de Lou, tú sabes que no es muy dado a detalles, y en verdad quería que me sorprendiera con una linda pieza. En fin, un día quiso despertarme cantando, pero el pobre entonó tan mal que en vez de echarme a sus brazos me burlé de su voz durante meses. A partir de entonces, no he soñado más con esas tontas fantasías. Tal vez deberías llamarla, eso podría evitarte nuevas penas.

Francamente, me pareció una pésima idea. No entendía la relación entre la anécdota de Lou y mis íntimos pesares, pero agradecí el gesto con una sonrisa. Después de todo, las asperezas de Lou son siempre absurdas y risibles. Daban las 3:00 en el reloj y tanto Agnès como Lou se disponían a combatir al insomnio en su piso. Los acompañé a la puerta, feliz de haber ido al concierto juntos. Nos despedimos y nos prometimos una pronta visita.

De regreso en mi sala, recogía los vasos de coñac de la mesa, cuando advertí una marca de carmín en el filo de la taza de Agnès. Que yo recordara, ella no usaba labial. Extrañado, tomé la taza por el cuerpo y noté que seguía tibia, aun después de haber transcurrido tres horas desde que serví el líquido. Me acerqué la taza al rostro, inspeccionándola con detenimiento. Al fondo tambaleaba una lagunita café, una pequeña ola de noche que contenía a toda la ciudad, a Jacques, a la dulce negrura de la rue Saint-Michel, a la luna en un sorbo, a Lou y a Agnès, a Ágata. Apagué las luces, y con todo el sigilo de una sombra lloré agrio y cabizbajo. Cuidadoso por no introducir nuevos azares, dejé la taza sobre la mesa sin atreverme a beber. Quizá otro día le haga el amor a París.


124 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page