“¿Me acompañas a McDonald’s?”, te grita tu papá. “Sí, claro”, le contestas con poco entusiasmo; ir a McDonald’s nunca es un suceso emocionante, pero no has salido de la casa en varias horas así que por qué no. Sales al garage y no lo ves pero la puerta a la calle está abierta. Investigas y allí afuera está, quitando del parabrisas de la vieja camioneta las ramitas de la araucaria debajo de la cual siempre está estacionada. “¡Espera! Se me olvidó algo”, le dices y te vas corriendo a tu cuarto. Obviamente no se te olvidó nada. No, ninguna cartera o celular olvidado te tendría encaminado con tal propósito; no, tu carrera tiene como meta final el estante lleno de CDs a lado de tu cama porque esa Dodge Caravan del ‘98 resulta ser tu lugar favorito para escuchar música. En los últimos años las oportunidades de disfrutar de ese deleite sonoro han sido escasas entonces incluso un breve viaje a McDonald’s debe aprovecharse. Parado frente a ese arsenal de entretenimiento llega la hora fatídica: ¿qué álbum será el elegido? Recuerdas que el estéreo del coche ha tenido problemas reproduciendo discos más recientes, así que para asegurar un viaje con música delimitas tus opciones a sólo discos noventeros. Posas tu mirada en el primer CD de la primera repisa (Alexisonfire de Alexisonfire, 2002) y rápidamente recorres todo el estante, haciendo notas mentales de candidatos posibles. En la penúltima repisa ves el disco elegido y te sorprendes que no se te haya ocurrido antes; en serio, ¡cómo no se te ocurrió desde el comienzo de tu empresa!; realmente nunca hubo otra opción. Tus dedos lo encuentran fácilmente, la cajita de plástico entre dos digipaks de cartón. Lo sostienes frente a ti y lo admiras: el lomo de plástico blanco opaco, el cuadro de papel rosa conteniendo sólo cuatro palabras, blancas y casi ilegibles por su tamaño pequeño. Es el segundo álbum de Sunny Day Real Estate, que algunxs llaman LP2, otrxs, The Pink Album y todavía otrxs más, incluyéndote, Sunny Day Real Estate (1995). Ya en el coche sacas el CD, blanco y adornado sólo con una pequeña mosca. Lo metes al estéreo y esperas que funcione (en ese instante de espera lamentas que éste no sea de los momentos en los que logran prenderse milagrosamente los números verdes del estéreo, demarcando la hora, casi siempre errónea, o el minuto y segundo de la canción actual). La pantallita oscura no es mal augurio porque casi inmediatamente empiezan a sonar las primeras notas de guitarra en “Friday” y estás en el cielo; en serio nada suena mejor que cuando lo escuchas en esa camioneta, y eso que la bocina de la puerta del conductor lleva años descompuesta. SDRE es un álbum súper visceral y la magia de la camioneta se manifiesta en cuánto logra intensificar esa cualidad incluso con el volumen bajo para complacer a tu padre. Al minuto la línea de bajo que anuncia el comienzo del segundo verso de la canción te pone la piel chinita y permanece así el resto del viaje, que te da para terminar “Friday” y además escuchar “Theo B”, “Red Elephant” (una tríada musical sagrada), “5/4”, “Waffle” y el comienzo de “8”. De regreso en tu cuarto te sientas en tu escritorio para terminar de escuchar el álbum en tu lap pero antes de siquiera darle play te admites la verdad: no hay caso, no va a ser lo mismo. Miras el disco, yace inútil sobre una pila de papeles, y decides mejor regresarlo a su lugar; pronto harás un recorrido más largo en la camioneta para poder disfrutar plenamente ese álbum hermoso, desde las primeras notas de “Friday” hasta los últimos alaridos de Jeremy Enigk al final de “Rodeo Jones”.
Los miércoles escuchamos rosa
Actualizado: 27 may 2020
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