Por Bruno Armendáriz T.
Nota: este texto está especialmente dirigido a una audiencia de llorones y lloronas de nivel intermedio o avanzado, por lo que se requiere de cierta experiencia en el acto de llorar y sus derivados. Si aún no se considera un lacrimoso o una lacrimosa docta, lea detenidamente el instructivo que Julio Cortázar escribió al respecto; siga los pasos al pie de la letra antes, durante y después de cada experiencia triste (por más mínima que sea) hasta dominar cada una de las etapas del llanto estándar. Una vez lograda la optimización de sus desplantes de aflicción, intente romper con los moldes y esquemas del llanto previamente aprendido, y explore paulatina y pacientemente su espectro lacrimógeno, de modo que, eventualmente, usted sea capaz de precipitar diversos llantos para todo tipo de situaciones e, incluso, llorar improvisando.
Tanto las leyes de la física como las tácitas normas pasionales insisten en que la trayectoria del llanto debe ser de arriba hacia abajo; las lágrimas de todo humano dispuesto a desprender sus líquidas penas han de descender, inequívocamente, de los ojos al suelo, o a la prenda más cercana, o a las manos, si se trata de un lamento pudoroso. Luego aquellas lágrimas pasarían a ser absorbidas por el ignorado destinatario, dejarían de quedarse donde fueron depositadas por accidente, se evaporarían, eventualmente las circunstancias se encargarían de eliminar su rastro. Pero existen formas de eludir este típico devenir lacrimógeno, de prolongarlo, de quedarse con las lágrimas y dormir con ellas a un lado, roncando al unísono, de cristalizarlas antes de que abandonen el rostro, y de dejarlas pacer nuestra piel como un hambriento rebaño de emociones.
Claro está que, como en toda acrobacia impresionante, los preludios no representan únicamente formalidades ritualísticas, sino que, en efecto, resultan indispensables. Cuando uno comienza a entrenarse en la espectacular dislocación del llanto hay que echar mano de toda clase de ardides plañideros, ¿y qué mejor introducción a unas diáfanas y bien pesadas lágrimas que las dos guitarras más entristecidas de entre todas las personas e instrumentos?
Y es que si uno no es un sentimental nato, aprende a entristecerse y a melancolizarse con los nombres de Antonio Bribiesca y Atahualpa Yupanqui, y con el renombre de sus guitarras, que retienen la elocuencia avasallante de horizontes desolados y una especie de trementud latinoamericante que roza los confines del orgullo-fatalismo. El esfuerzo de escuchar sus penas guitarrísticas supone una fidelidad de observación, antes que auditiva; y es precisamente en esta panorámica sinceridad, que caben correspondencias inauditas entre suelos áridos y mejillas enrojecidas, entre montañas y pómulos, entre el polvo del campo y unas lágrimas permanentes. Por eso es posible que descubramos nuevos terrenos solitarios y sólo comprendidos por vibratos y relatos de otros; en la folklórica melancolía de estas dos guitarras se viaja y se paga con tristezas desconocidas pero bien francas, a la vez que se recrudecen nuestros sentimientos, encontrados bajo la tenue y opaca luz café que arrojan sus acordes.
Tanto Bribiesca como Yupanqui se encargarán de recordar y exacerbar este fenómeno durante el transcurso de su música, por lo que el trabajo del oyente-lacrimoso se reduce a dejar fluir la imaginería rural con todos sus amores extraviados y sus bellas asperezas. Una vez concluida la pieza o la canción y, a modo de mayor estimulación lacrimógena, uno puede imaginarse que la milonga se había perdido, nadie la podía encontrar; que el sentimiento se había perdido, ya sólo le quedaba errar y divagar, pero que vuelto añicos y sin nada, fue reunido por la cadencia de un chuntata; y la milonga, atardecida en la pampa, andaba llamando a un hombre, un tal Atahualpa… Y así nomás, irá saliendo la primera de muchas lágrimas, recorriendo rostros y desconociendo sus caminos, yendo a donde menos se le espere, abandonada y rechinando a bordo de una carreta con los ejes sin engrasar.
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