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Melomanía: ¿Por qué amamos la música?

Actualizado: 30 ene 2023

La música expresa lo que no puede ser dicho y aquello sobre lo que es imposible permanecer en silencio.”

–Víctor Hugo


La música siempre nos dice cosas que nunca supimos expresar (a pesar de la urgencia que teníamos de hacerlo) y habla con fuerza, aún cuando la mayoría prefiere callar. La música es poderosa y a la vez sutil; temeraria, pero sensata. Es realista, fantástica, surreal y exacta, sin fallas. Es tan perfecta y cuadrada como amorfa y abstracta. Y sin importar en qué presentación nos acompañe, cada vez nos vuelve a sorprender, a enganchar, a ilusionar. La música es un arte que, como otros, ha caído en vicios y controversias; ha sido cuestionada, comercializada, institucionalizada y transformada, siempre bajo la misma premisa: amamos la música incondicionalmente.

Es por esto que, desde hace unos años, como la melómana empedernida y la psicóloga no practicante que soy, llevo cargando dentro de mí un cuestionamiento que podría ser considerado, en la opinión popular, interesante o irrelevante: ¿Por qué amamos la música?, ¿De dónde viene esa pasión desmedida por canciones que llegan por los oídos y se quedan en el corazón? Bien podría ser uno de esos casos que clasificamos cómodamente como “reacción primitiva”; pero, ¿Qué tal si se trata de una conexión mucho más desarrollada?

En estos días, ha perdido popularidad la polémica confesión: “no me gusta la música”. Pareciera que nuestra naturaleza humana nos ha llevado a desarrollar una devoción axiomática hacia ella, sin importar nuestra procedencia, el desarrollo de nuestra infancia o nuestras actividades cotidianas. La música no discrimina ni elige, no busca rendir cuentas ni gustar a todos por igual; sus intérpretes pueden darle la más merecida o injusta reputación, pero mientras nosotros venimos a este mundo por un tiempo definido, la música jamás vive para siempre.

Nos unimos a ella, nos dedicamos a ella y, como dirían por ahí: “vivimos por ella”. Es tan genuino el sentimiento que siempre regresa, crece y se recrea constantemente. Me atrevería a decir que la música ha entablado con la humanidad un romance innegable y eterno que hemos vivido a través del tiempo en diferentes géneros e interpretaciones, mismo que aparentemente nunca tendrá una explicación lógica. No obstante, podríamos fingir que lograremos entender el misterioso amorío y resolveremos este sentir hacia la música, formando algunas hipótesis de aficionada, basadas en la experiencia.

En un primer momento, podemos sugerir que el amor a la música proviene de la orgánica coincidencia de ritmos, que nos recuerda a los latidos del corazón, a nuestra propia constitución humana. Esa magia que encontramos en alguna pieza o canción podría entenderse como la percepción fantástica de un ente que existe y siente; es decir, otro ser independiente. Para hacer más claro este punto, se podría recurrir a un ejemplo con el que todos nos podremos relacionar: piensen por un momento en esa parte del día en la que te conectas a tus audífonos, y todo desaparece excepto la música y tú. Y en ese existir, donde no cabe nada ni nadie más, podrías jurar por un momento que hay alguien contigo, acompañándote en tu soledad, llenándola de canciones y emociones. Hermoso y misterioso, así se puede llegar a sentir nuestra relación con la música.

Como nosotros, este “ser” acelera o disminuye el paso dependiendo la ocasión. Ya sean los últimos pasos de un maratón o los pasos embelesados de un buen tango, nuestro corazón sigue un ritmo y provoca una determinada respuesta emocional. Asimismo, la música se conforma de beats y emociones definidas en cada canción. Humanizar la música de esta forma podría denotar nuestro amor hacia ella como una necesidad de conectar, de sentirnos comprendidos e identificados con un concepto externo que nos conforta de manera única y especial. O tal vez, simplemente, la estaría reduciendo a un servicio de atención a nuestras carencias narcisistas. ¿Sería eso posible?

También es viable que todo este cuestionamiento sobre el amor a la música se trate de algo menos… ególatra. Si recordamos brevemente por qué volvemos a escuchar una canción, o la guardamos como una de nuestra preferidas, sabemos que esa acción casi siempre viene acompañada de un deseo de revivir ciertas melodías, y con esto, ciertas experiencias. Aquí podríamos justificar una asociación libre entre sonidos y momentos; que si bien estos últimos pueden ser no agradables, vienen acompañados de algo que, en efecto, lo es. Canciones animadas y amenas para situaciones banales y despreocupadas, canciones lentas y melancólicas para momentos más solemnes. La música se conserva y se reserva en nuestra mente, en grandes archivos que regresan a nosotros en forma de reacciones específicas. Es como si estuviéramos condicionados a su existencia y que gracias a ella llegamos a clasificar nuestra vida en capítulos, o listas de reproducción. La música moldea nuestras preferencias por la forma en que nos hace sentir y pensar. Yo diría, incluso, que nos educa inconscientemente y de esta educación surgen las asociaciones que nosotros, sin darnos cuenta, concebimos como lindas coincidencias o productos del azar.

Una última explicación que podría darle a este intenso romance, podría ser el romance mismo. Desde el primero hasta el último de nuestros días la música nos acompaña, no se va a ningún lado. Crecemos sin entenderla por completo, pero no se desespera. La resignificamos una y otra vez, y no nos lo reprocha. La música nos habla en un lenguaje tan amplio y a la vez tan singular. Sin entrar mucho en géneros o décadas, sabemos que las opciones y los gustos son vastos, y que ambos crecen consistentemente con el paso de los años. Los compositores y letristas llegan con cada generación, por lo que podemos decir con seguridad que jamás sufriremos por falta de música. En cada oportunidad que tiene, la música nos nutre con una forma de arte increíblemente bella que si bien, se ha reducido a una mezcla de matemática y literatura de naturaleza mutable, es mucho más que letras y números. Compleja o sencilla en composición, su existencia siempre queda carente de adjetivos. Ya que, no importa cómo venga a nuestros oídos, la tonada siempre llega para quedarse, como las cartas de un amante insaciable. Sin importar el vacío que sintamos, la música nos vuelve a llenar sin esperar mucho a cambio: sólo que la disfrutemos en cada canción que escuchemos y dejemos entrar su presencia en cada sonido .

Y bien, ¿Cuál será la respuesta correcta? ¿Cómo podríamos explicar mejor nuestro amor por la música? Tal vez alguna de las alternativas previas sea suficiente para saciar mi curiosidad y la de ustedes. Tal vez ninguna “tenga la razón”. Incluso puede que exista una explicación cósmica que aún no entendemos ni podemos traducir en palabras. Si así fuera, será cuestión de tiempo y melomanía antes de llegar a una respuesta que nos satisfaga y esté a la altura de nuestro sentir musical.

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