Durante buena parte de mi primer año de secundaria uno de mis mejores amigos se obsesionó con la canción “Disco Pogo”, del dúo de dance hop Die Atzen, la respuesta alemana a LMFAO. Mi amigo escuchó esa canción unas mil quinientas veces en menos de seis meses. Pondría su nombre, número de teléfono, correo electrónico y domicilio por si algún curioso quisiera preguntarle qué chingados estaba pasando por su preadolescente cabeza, pero no voy a quemar al buen ****. Y bueno, que dijeras que la rola era “Perfecta” de Miranda! o “Perro” de Su Majestad Silverio se entendería más, pero “Disco Pogo”. Disco. Pogo. 2010 fue un año largo.
Y con la misma violencia repentina con la que Die Atzen irrumpió diario, durante meses, el salón de primero B (repartidas por la ciudad hay otras veintitrés personas que pueden confirmar el infierno en el que vivimos a manos de **** y “Disco Pogo”) con esa misma fugacidad un día nos dejó. Tal vez **** se aburrió de la canción, o le hizo caso a alguna de las niñas que le pedía con lágrimas que dejara de ponerla, o Dios escuchó nuestras plegarias colectivas, o el ritual pagano que hicimos con la sangre de nuestra profesora de español funcionó. Fuese como fuese, un buen día “Disco Pogo” dejó de ser el opening theme de nuestro salón. Pasaron los años, **** y yo nos alejamos, luego nos acercamos, luego nos volvimos a alejar, luego nos volvimos a acercar, y un día, hace unas semanas, mientras le contaba a mi novia algunas de mis patoaventuras de secundaria, la línea “Was ist los? Es ist Party Angesagt!”, atravesó mi mente como un rayo. Tuve que mostrarle la canción que hace casi una década se usó para torturarme. Pero, para mi sorpresa, no pude parar de sonreír mientras la escuchábamos. La canción no es buena (en comparación hace que “Party Rock Anthem” parezca “La cabalgata de las Valkirias”) pero el recuerdo de **** ignorando los ruegos de toda la clase, incluyendo a los profesores, y poniéndola diario a todo volumen es de los recuerdos más bonitos que tengo de la secundaria. La canción que en un momento literalmente me llegó a causar náuseas ahora me hace sonreír.
Enterrado a medias entre la perversa canción de Die Atzen y la anécdota con mi novia me fui de intercambio. El intercambio literalmente partió mi década en dos mitades y acostumbró a mi memoria a que cada vez que intentara recordar algún suceso de antes de enero del 2015 tuviera que pagar peaje. Puede que por su lejanía la nostalgia pese más que lo real ya que, así como con “Disco Pogo”, cada recuerdo de esa primera mitad, aunque en mi raciocinio aparezca como doloroso, llega acompañado de una alegre historia. Tengo que acordarme constantemente de que me la pasaba mal. Entre las imágenes que actúan como membrana aparece una bicicleta puteada, un puesto de Schnitzels donde hablábamos de la buena temporada que estaba haciendo el Southhampton, la casa de una niña llamada Lulu, un viaje escolar a una playa con un barco a medio enterrar y dos canciones de un mismo disco que de vez en cuando escuchaba sin ponerle mucha atención. No fue sino hasta mi regreso que, en una ansiedad inexplicable, llegó a mí, de camino a Guanajuato, el disco completo.
Hace unas semanas fue el concierto de Metronomy. Considerando que son el mejor grupo de la historia (objetivamente lo son, se han hecho estudios que lo comprueban) compré mis boletos tan pronto salieron, hace cuatro meses. Los boletos salieron a la venta el mismo día que el decimotercer cumpleaños de mi hermanito, así que aproveché y le compré uno. También le compré uno a mi mejor amiga, que entonces estaba de intercambio en Francia. Llegó, entonces, el día del concierto: 28 de febrero. Debió haber sido la emoción de ver a uno de mis grupos favoritos con mi mejor amiga (ahora novia) y con mi hermano menor (cabe recalcar que fue su primer concierto) que se me olvidó por completo de la vez que los vi en el Corona 2017. Esto hasta que salieron a tocar.
La imagen de mi hermano, con los brazos cruzados escuchando “Wedding Bells”, se fue desvaneciendo y la reemplazó un irreconocible tumulto vibrando al ritmo de “Mick Slow”. Mi cuerpo se achicó, se hizo de papel mojado, y escapó al otoño en el que mi proyecto de titulación sonaba tan distante como el día en el que mis papás me dijeron que nos íbamos a mudar a México. En lugar de “Whitsand Bay” escuché “Night Owl”; en lugar de “The Light” escuché “Miami Logic”; en lugar de “Lately” escuché “My House”. La inminente responsabilidad de la vida adulta se hizo ilusoria, me acurruqué en el acogedor abrazo del bajo de Olugbenga y por un rato febrero pareció hacerse noviembre y el 28 perdió diez días. De repente, la caja fuerte en la que guardaba ese instante del 2017 creció hasta convertirse en una bóveda en la que, sin problemas, pude haberme quedado cómodamente por meses. Técnicamente no es encierro si es por voluntad propia ¿no? Además, el recuerdo más absurdo y doloroso le gana sin problemas al presente más tibio. Hubiera sido tan fácil entregarme por completo a mi memoria, dejando al presente seguir como quien se esconde en el pasado de un día difícil.
Pero no lo hice. No me ausenté del momento, por más tentador que fuesen los cánticos de la memoria. Hasta ese momento nunca había frenado la catártica excitación de un recuerdo. Me sentí como un alcohólico negando por primera vez un trago. Mi hermano fue recuperando su forma, “Salted Caramel Ice Cream” sonó en mis oídos y para cuando terminó el concierto lo único en lo que pensaba era en cómo mi hermano adivinó que “Back on the Motorway” iba a ser con la que regresarían al encore.
Supongo que no hay manera de saber qué disparará un recuerdo, ni cuál será su impacto, y aunque jamás pensaría en protegerme de la música ni de sus estragos, me gusta saber que, al menos por ahora, tengo la fuerza para enfrentar los recuerdos encerrados que durante años abrumaron a mi alma.
Comments