Es indispensable estar emparentado con un mocoso genial; o al menos con un infante que, en medio de una reunión familiar anodina, sea capaz de improvisar obras impresionantes en la pianola. Es decir que los primitos, por más espantosos o ignorados, esconden en su ligera y perspicaz figura inadvertidos arrebatos orquestales. Eso sí, para que la pauta que estoy por revelar en efecto funcione, es necesario que su minúsculo pariente, llámese primo, le sea del todo indiferente, completamente desapercibido. De hecho, si no puede pensar en uno, mejor.
Todo comenzó porque, desde hace poco más de tres años, he tenido un sueño recurrente: se trata de un onirismo terrible en donde, sin previo aviso, mi primo de seis años se abre paso entre mis numerosos tíos y sobrinos, e improvisa una pieza inédita de Wagner en una pianola de 346 notas, que mi abuela había traído orgullosamente de la casa de su prima segunda. (Evidentemente, la pianola de la que hablo no era cualquier pianola; ésta se resistía a las pequeñas manos de mi pariente con rechinidos percusivos. Y de alguna exquisita y decidida manera, mi primo hacía que Wagner sonara levemente jazzeado, pero sin perderle el respeto, claro está. El gran problema era que, para la pianola de 346 notas, Wagner no debía sonar a jazz; sin embargo y a pesar de la empecinada protesta lignaria, las teclas terminaron por sucumbir al herético prodigio.) Curiosas son las insospechadas motivaciones del sueño que, sin mayor esfuerzo, culminan sus caprichos en grandes sonatas o ficciones enmarañadas de rostros consabidos: más allá de su deleite o su sufrimiento, ambos vienen siendo la misma pesadilla.
Al despertar de aquel sueño por primera vez, ocurrieron todo tipo de situaciones comprometedoras: por la mañana, los testigos de Jehová no tocaron mi puerta, ni la de mis abuelos, ni la de mis tíos (hay que decir que somos todos vecinos, y cada lunes los testigos de Jehová sostenían breves y acartonadas conversaciones con mis tíos o mis abuelos, que los recibían sin remedio en su puerta.); al salir por el periódico, mi abuelo me hizo notar una parvada de cuervos que sobrevolaban la casa; cuando me dispuse a probar mi desayuno, mordí el omelette, hambriento, y, al instante, una astrosa melodía retumbó en mis oídos. Pensando que los ingredientes estaban caducos o el platillo estaba maldito (en el mejor de los casos), lo abandoné en la mesa, pero la melodía permanecía en mi mente con pegajosa tortura.
Un poco desquiciado por ese impenitente asedio melódico, interioricé la tonada e intenté dar con esa música en algún rincón del fino desorden de discos acumulados por la familia. Habré tocado unas decenas de ellos hasta dar con una pieza que se le aproximaba aterradoramente… Tartini había asegurado haber escrito esa música con la ayuda del diablo en un sueño, sin embargo, tras las misteriosas vicisitudes musicales en mi vida onírica, no pude evitar dudar sobre la veracidad del relato… Lo cierto es que Tartini no soñó con el diablo ni con posesiones demoníacas; en realidad, el tipo quiso anonimar y dramatizar la amenazante y talentosa presencia onírica de su primito, quien fue el verdadero intérprete de la pieza. Desde luego que el título “El trino de mi primo” conlleva, además de un ripio espantoso y una frivolidad inadecuada, un peligroso potencial piropesco digno de eternos camelos; por eso Tartini optó por encubrir a su primo bajo el nombre de “Diablo”.
La frescura histórica que arrojaba este pensamiento me llevó a repasar otras obras igual de eminentes y portentosas, de modo que llegué al poco tiempo a otro polémico músico. Hubo que realizar una exhaustiva investigación diacrónico-genealógica para descubrir que la noche del 14 de marzo del año 1787, en una lúgubre habitación en Génova, Italia, Lorenzo Bocciardo despertó atormentado de un sueño en el que su primo de 5 años muestra los desplantes de virtuosismo violinístico más temibles. Entonces, su primo Niccolò Paganini comenzaba a estudiar la mandolina con su padre…
Extasiado por los hallazgos, vislumbraba lo que podría ser el patrón más inesperado y estrambótico en la historia del arte: una persona nace, se desarrolla, sueña con un primo infante tocando una pieza, despierta, la transcribe y, casi simultáneamente y sin saberlo, escribe su nombre en los libros de historia musical. Esta curiosa concatenación parecía infalible y su aparente azar había trascendido desde hace ya mucho tiempo los confines de la música clásica, infiltrándose incluso en la popular “(I can’t get no) Satisfaction”, de los Rolling Stones.
La espontánea revelación implicaba un descubrimiento maravilloso y, a la vez, una pavorosa verdad: por un lado, había desencriptado de manera fortuita el secreto compositivo más imprevisto y la fórmula directa a toda obra maestra musical, pero, por otro lado, una formidable pieza clásica se me presentaba frecuentemente por las noches y yo era incapaz de retenerla en mi memoria y mucho menos transcribirla al despertar. Este fenómeno no podía significar otra cosa que una fisura irrepetible dentro del implacable orden genealógico-músico-prodigioso. Evidentemente, el sueño no me correspondía y, muy a mi pesar, cargaba con una enorme responsabilidad.
En estos casos en donde uno resulta ser la singularidad espacio-tiempo que interrumpe un orden superior, sólo queda resignarse a quién sabe cuántos males vitalicios; no obstante, para esclarecer un poco mi penosa situación, era pertinente un minucioso rastreo de la estirpe wagneriana para infligirme una necesaria dosis de autosuspenso. Tras largas horas de revisiones genealógicas, di finalmente con un primo lejano de Richard Wagner, que tuvo una muerte prematura y del todo improbable. Sorprendentemente, el señor Otto Pätz, hombre de 34 años en aquel entonces, murió de una asfixia mecánica provocada súbitamente por un gran pedazo de omelette, que quedó atascado en su garganta y obstruyó sus vías respiratorias. Al leer aquello tuve una intensa sensación de por supuesto, de pero claro, de cómo no lo había pensado antes… Entonces abandoné la investigación de una vez por todas, no sin antes musitar unos torpes rezos por eso de los sinos funestos.
Hasta la fecha no ha habido rastro de los testigos de Jehová por nuestro vecindario, los cuervos continúan sobrevolando nuestra casa y, desde luego, los omelettes y sus derivados han quedado estrictamente prohibidos. Por suerte, la noche pasada no presencié ninguna novedad musical proveniente de un infante conocido ni de pianolas monstruosas y, en cambio, soñé con el diablo, que pastoreaba primorosamente su rebaño de ovejas negras al ritmo de “La Reina de la Noche”.
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