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Recuerdos olvidados

Actualizado: 5 feb

Crecí con la suerte de vivir muy cerca de mis dos mejores amigas de la infancia y que durante 15 años compartiéramos viajes diarios en coche para llegar y volver de la escuela (seguido me pregunto si fuimos mejores amigas porque hacíamos “ronda” o si la “ronda” inició porque éramos mejores amigas... creo que esa duda será siempre mi versión del huevo y la gallina). Fue un ritual que significó mucho para mí durante un largo tiempo: nunca llegamos tarde a clases, nos acompañamos a todos lados e incluso llegábamos juntas a fiestas, evitando así toda la pena que a veces acompaña ser la primera en llegar o no tener a nadie con quién hablar en una reunión. Pero cuando pienso en todos nuestros viajes, lo que más resalta es que nunca pusimos nuestra música favorita.


No eran viajes en silencio, —creo que si me conocen sabrán que hablo demasiado como para que eso fuese posible— pero la música, o las noticias en algunos casos, siempre eran responsabilidad y elección del “chofer” (o bueno, nuestros papás). La única excepción en mi memoria —me da tanta pena escribir esto que siento la piel de gallina— fue una ligera obsesión inexplicable con un disco de Therion que duró una cantidad de tiempo vergonzosa. Las tres nos sentábamos en el asiento de atrás de una camioneta roja que no he visto en una década y le pedíamos una y otra vez a mi papá que pusiera la misma canción sólo porque nos gustaba imaginar que éramos parte de la banda (nadie quería ser baterista, un error que ahora considero garrafal, pero le perdono a mi yo de siete años). Con el tiempo, la confianza en mí misma, así como la relación con mi papá —si a ésas vamos— disminuyó notoriamente; me convertí en alguien a quién le da pena y un miedo terrible compartir su música preferida. Tanto así que me da hasta pánico participar en una playlist colaborativa y si me preguntan si quiero poner mi música en alguna bocina para que múltiples oídos disfruten, la respuesta siempre será “No, gracias. Pon la tuya”.


La “ronda” no era la excepción. De repente me sorprenden recuerdos que creía perdidos: como la vez que salió “Hey, Everybody” de 5 Seconds of Summer en la radio —esto en el apogeo de mi amor hacia ellos— y mi papá, en el eterno afán de criticar, comentó que era “idéntica” a “Hungry Like the Wolf” de Duran Duran, ¡y lo es! ¡Lo admito ahora! ¡Están en los créditos y todo! Pero para una fan de 14 años ése fue el golpe más bajo del planeta. Una vez un chico que me encantaba se enteró que iba al concierto de Pearl Jam y pensó que la mejor respuesta era: “Clara, cómo es posible que te guste Pearl Jam y a la vez tengas un gusto musical tan malo” (lo cual está directamente ligado a mi amor juvenil por conjuntos como One Direction y 5 Seconds of Summer, y cómo fueron claramente menospreciados tanto en la industria de la música, como en la cultura general por ser bandas con un público compuesto en su mayoría por adolescentes mujeres y, por lo tanto, no merecían la atención que tenían; pero eso lo podemos discutir en otro momento). Fue un comentario que me afectó muchísimo, tanto que ni en un entorno seguro, sentada en un coche junto a mis mejores amigas, me atrevía a compartir música.


Por mucho tiempo, cada vez que deseaba escuchar algo en Spotify que no consideraba de “calidad” (¿calidad según quién? Otra discusión futura), cambiaba la configuración de mi cuenta para que nadie viera qué escuchaba en ese momento. ¡Tengo como 20 seguidores en Spotify y aún así me daba miedo! En verdad no puedo explicar qué pasaba por mi cabeza en esos momentos. Es un alivio poder decir que es uno de los pocos miedos que he dejado atrás con los años.


Me doy cuenta que el conflicto central es mi miedo a las opiniones ajenas y cómo he aprendido a dejarlas de lado, pero simultáneamente creo que hay una discusión muy interesante entorno a la categorización de la música —es decir, qué música es buena y cuál no—. Creo que es un tema demasiado abrumador y es posible que lo discuta más a fondo en futuras publicaciones, pero gracias a este viaje por recuerdos que pensaba olvidados ahora me doy cuenta de algunas cosas: sentirme dueña de la música que escuchaba —aunque claramente no lo era y tampoco era la única en escucharla—, me hacía sentir acompañada. Aún así, me arrepiento tremendamente de no compartir canciones con mis amigos por mucho tiempo. Más porque cuando finalmente lo hice —obligué a mis amigos a bailar conmigo “Green Light” de Lorde en el centro de un cuarto atiborrado de personas mientras nos encontrábamos algo intoxicados—, me di cuenta de que solamente las volvía más especiales y mágicas. Me perdí de muchos bailes y muchas risas, así que si mis viejas compañeras de “ronda” leen esto: ¿qué les parecería crear una playlist?


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