Retrato de una mujer en llamas (Portrait d’une jeune fille en feu, 2019) es una ardua tentativa de igualdad, donde retratista y retratada adquieren, tanto en el proceso de la pintura como en el resultado final, su justa dignidad. De igual forma, el espectador siente, en la misma medida que las personajes que observa, cuando se le presenta un vaivén mutuo de miradas, un intercambio equitativo de caricias e, incluso, las mismas oportunidades musicales. Y es que en una obra donde el sentir es reconocer, la identidad pasional de las amantes sólo puede ser concebida desde su realidad sensible. Por eso no es de extrañarse que en esta película de amor se prescindiera totalmente del score y, en cambio, sólo existieran tres intervenciones musicales, todas ellas intradiegéticas y profundamente significativas. Así, la búsqueda de una sensualidad igualitaria entre las personajes principales se extiende a la audiencia, que aun comparte sus silencios y sus explosiones sonoras.
Cuando Héloïse le expresa a su retratista su deseo de asistir a misa para escuchar algo de música, Marianne señala que, aunque la música del órgano es bella, ésta le pertenece a los muertos. “Es la única que conozco”, responde Héloïse. Marianne contesta con cierta sorpresa ante su desconocimiento de la música orquestal, y se acerca a una espineta dentro del salón para tocar un fragmento de “El verano”, de Antonio Vivaldi. Tras los primeros acordes, Marianne dice: “No es alegre, pero es animada.” Mientras tanto, la chimenea, en segundo plano, incandesce la silueta de Marianne, que narra la pieza de Vivaldi bajo la asombrada mirada y la tierna sonrisa de Héloïse. Para entonces, una mutua admiración se consolidaba en las temperaturas de sus conversaciones, de los recintos que habitaban y, desde luego, de aquella pieza “animada”, casi trágica, que prefiguraría la vehemencia de un encuentro liberador y, sin embargo, dolorosamente relegado a una memoria: como la figura perdida de Eurídice, como la tormenta de Vivaldi que, por un instante, pareciera abrazar (¿o abrasar?) a las mujeres en su intimidad para luego disiparse; el insularismo del espacio y los inmensos azules que se contraponen al fuego nos recuerdan que el fundamento de ese amor se encuentra, paradójicamente, en la distancia, en la lejanía de las imposiciones patriarcales, donde los deseos, las voluntades y las identidades son posibles, e incluso —me atrevería a decir— plenas.
La segunda ocasión musical sucede en torno a una fogata colectiva, en la cual una comunidad de mujeres lugareñas se reúne a charlar. Al llegar Marianne, Héloïse y Sophie (la servidora doméstica que auxiliaba a las protagonistas), las mujeres comienzan a entonar una canción que inicia con un cautivador crescendo, para después desplegarse en sus múltiples cánones y palmas percusivas. La melodía se desdobla con cada capa vocal, creciendo en un volumen e intensidad que acompañan al encuentro visual entre Marianne y Héloïse, separadas por las llamas de la fogata. La cercanía sentimental se transformaría, a partir de este momento, en proximidad física, en el desencadenamiento de un erotismo antes velado que culminaría la mutua intimidad entre las amantes. Es precisamente a partir de este des-cubrimiento que el episodio pasional del filme encuentra su eje; a través de una sensualidad recíproca se expresa una doble identidad, el rostro y el sexo se concilian sobre una misma tela, que es a la vez sábana y lienzo. Por medio de estas exploraciones y correspondencias, transcurren los cálidos instantes previos a la inminente despedida de Marianne y Héloïse, cuya realidad se aproxima cada vez más al relato mitológico de Orfeo y Eurídice: Marianne finaliza la imagen de Héloïse, esta vez fielmente, en un cuadro que reconoce a su amante con integridad; pero sabe que terminar la pintura no sólo implicaría distanciamiento físico, sino que también reduciría su amor a un recuerdo en constante deterioro.
Finalmente, las amantes se separan, cada una se reincorpora a sus respectivas vidas aristocráticas y se conforman con esporádicas rememoraciones de su cariño hasta que, una noche, coinciden en el teatro para escuchar a la orquesta. Es Marianne quien divisa a Héloïse en el palco de enfrente y, hablando en retrospectiva, se le oye decir: “Ella no me vio.” Entonces comienza a sonar, una vez más, “El verano”, de Antonio Vivaldi, ahora interpretado en cuerdas. Durante una toma ininterrumpida de casi dos minutos y medio, se ve a Héloïse rompiendo en llanto con la pieza, hasta el punto de dejar escapar una sonrisa furtiva, lo que da a entender que no ha olvidado a Marianne. Quizá, después de todo, la pieza no es alegre, pero sí animada, vigorosa y sublime como el amor entre las protagonistas, que han sabido sentirse y comprenderse en sus respectivas condiciones, la primera en su esmero creativo, y la segunda en su renuencia por complacer las exigencias que se le imponen. Así, Céline Sciamma, directora de la cinta, se sirve de un minucioso entretejido cinematográfico, pictórico, literario y musical para construir y proponer una novedosa representación del tacto entre dos amantes, cuya simpatía se ve afianzada con la primera intervención musical, erotizada y extática con la segunda, y evocada con la tercera. De este modo, Retrato de una mujer en llamas nos ofrece un vínculo humano lleno de matices, que plantea una alternativa sensorial en donde personajes y público experimentan la pasión a un mismo nivel, a través de una mirada y una subjetividad bien distribuidas entre las amantes. La película, al mismo tiempo que encuadra la fugacidad de un romance liberador, discute las propiedades de la representación, que a menudo se manifiesta como una obstinación fatal, como una conservación ilusoria y, sin embargo, tan abundantes en sentidos, que llamamos memoria, belleza y arte.
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