Por Bruno Armendáriz T.
En las afueras del Foro Sol se gestó el embotellamiento habitual, la emocionante previa de todo evento masivo; con ello, decenas de viene-vienes salieron de sus guaridas para ofrecer lugar a los automovilistas y cientos de mercaderes estridentes emergieron de la penumbra para que la gente se llevara la gorra, la taza o la pluma. Al cabo de unos minutos, la avanzada distribución vehicular quedaba sorteada y se comprobaba una vez más que los viene-vienes locales son la culminación urbana de un ecosistema virtuoso. Ya en el interior del recinto, y tras haber pagado la cuota de estacionamiento más costosa de mi vida, pude advertir la primera irregularidad mayúscula: el orden y la calma reinaban en el foro, y eso sólo podía significar dos cosas: o la sociedad metropolitana se había empeñado en impulsar una utopía logística que trascendiera incluso los postulados de Tomás Moro, o la asistencia al concierto la conformaban únicamente cuarentones y cuarentonas sin energía para pelear un lugar de estacionamiento, ni mucho menos para adelantarse a la muchedumbre y disputarse las primeras filas frente al escenario. A pesar de las atractivas implicaciones humanistas de la primera hipótesis, tuve que decantarme por la segunda opción, por falta de evidencia.
Al cabo de unos minutos pasamos por los puntos de seguridad y nos disponíamos a entrar al estadio. Debo decir que, para entonces, la rebuscada tranquilidad del ingreso había resultado ciertamente anticlimática, y mi emoción disminuía con cada segundo carente de empujones. Sin embargo, una vez adentro y habiendo dimensionado por fin a la multitud presente, las expectativas fueron de nuevo satisfechas. La gente comenzó a corear el nombre del grupo; después de comprar cerveza, los últimos en llegar empezaban a incorporarse, y comentarios seniles pero bien intencionados como “va a valer la pena la desvelada” o “tuve que dejar a los niños solos en casa, pero no me arrepiento” sonaban alrededor. Pronto rememoraría no sólo la placentera calidad musical del grupo, sino también sus flagrantes cualidades transgresoras.
Soda y su divinidad iconoclasta:
Definitivamente Soda Stereo logró lo que ni cientos de años de inquisición ni arraigadas normatividades institucionales han podido conseguir: fidelidad y devoción. Y es que tras 38 años de su formación, y a pesar de la ausencia de Gustavo Cerati y la inminente crisis de COVID-19, la agrupación reunió a 60 mil personas que, de no ser por un concierto de Soda, probablemente no hubieran salido de sus casas (ni se hubieran desvelado ni hubieran dejado a sus hijos solos en casa). La adoración del público suponía la total confianza, fe y simpatía con tres argentinos cuya máxima virtud y hazaña en la vida fue musicalizar las tardes de aseo doméstico de muchos de nosotros. Desde luego, la división espontánea de las aguas marítimas, o incluso la conversión repentina de una vara en serpiente, son milagros asombrosos, pero carecen de la profunda simpleza de una hazaña musical, de su cotidiana artesanía (ay, si tan solo Dios hubiera realizado milagros Fluxus en el siglo XIV antes de Cristo…) En fin, queda claro que, la mayoría de las veces, resulta mucho más elocuente la predicación del erotismo y el (des)amor que la sublimación ultramoralizante de seres inmaculados y los castigos funestos. Después de todo, la fervorosa entrega de la gente a lo largo de la noche, confirma que, en sintonía con Cortázar, “nuestros dioses están en la tierra, no en otro lado”.
Soda y su desmitificación del sistema educativo:
Aquí el punto es sencillo: lo que largos años de rigurosa inculcación disciplinaria y arduas horas de ejercicio memorístico no consiguieron, Soda lo logró con canciones de ochentera simpatía. Uno es capaz de vislumbrar la verdadera retentiva de la gente cuando las letras de 19 canciones (y no necesariamente las más famosas) son coreadas, palabra por palabra, después de 20 o 30 años de haberlas escuchado por primera vez. Este fenómeno me obliga a pensar que, quizá, el problema del sistema educativo no radica en encomendar el aprendizaje únicamente a la memorización automatizada, sino en la ausencia de sensualidad en las fórmulas científicas y las reglas gramaticales. El día en que, con una gracia jovial y antisolemne, podamos erotizar las matemáticas y apreciar las opulentas curvas del lenguaje, la escuela se convertirá en un numen delicioso. Propongo de forma abierta y con miramientos a una moción de reforma educativa radical, que las clases en niveles de primaria, secundaria y preparatoria, se impartan de la siguiente manera: una vez establecido el profesor o profesora en el salón de clases (que, por cierto, deberán portar un crepé gigantesco como parte del protocolo obligatorio), se eligirá un ritmo de entre un extenso repertorio de percusiones electrónicas y se reproducirá en un boombox inmenso; a continuación, el o la docente se limitará a exponer su temario sobre el beat, no sin antes hacer una pausa cada dos minutos para insertar algún acorde sintetizado y sabroso, o bien, si la profesora lo desea, ceder el espacio a un vertiginoso e innecesario solo de guitarra. Más allá de la evidente viabilidad y practicidad de esta propuesta, pensemos que si Gustavo Cerati hubiera sido nuestro profesor de matemáticas, podríamos estar seguros de que seguiríamos siendo capaces de dividir polinomios y graficar funciones exponenciales hasta cumplidos los 50 años.
La banda finalizó con “Prófugos” para cosechar en la pausa previa al encore una cierta nostalgia de quebranto. La ovación estuvo a la altura del recuerdo y, tras un oscurecimiento dramático en el escenario, sonó “Primavera cero”. A lo largo de la canción, se respiró un perjuicio inevitable y la necesidad de vivirlo amargamente, felizmente. En efecto, Soda cerró con “De música ligera”, y mientras transcurrían los coros consabidos, se experimentaba en masa el simulacro de aquel concierto icónico en el estadio de River Plate. Me convencí de que una tensión tan magnífica sólo podía nacer de un derby reñido o de una despedida musical definitiva. Así fue. Cuando la música cesó, un espejismo entrañable impulsó a Charly Alberti a tomar la palabra. Nosotros intuimos el discurso con una religiosidad severa y vulnerable. Finalmente, las palabras cayeron y nuestras almas descansaron inquietas. “No sólo no hubiéramos sido nada sin ustedes… sino con toda la gente que estuvo a nuestro alrededor desde el comienzo. Algunos, siguen hasta hoy. ¡Gracias, totales!” recordábamos todos. El retorno a la normalidad tras el éxtasis es siempre incómodo y melancólico, una metamorfosis áspera. Pero uno siempre deviene en una esperanza; esta vez, mientras conducía de regreso a casa, pensé que la utopía era posible, siempre y cuando dure entre tres y cinco minutos, y cuente con un coro pegajoso.
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