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Uno de esos días

Actualizado: 1 jul. 2022

—¿Aún recuerdas la fecha? ¿Alguna vez la supiste?—.

Acaecía la tarde mientras aguardabas el momento de partir. Parecía irreal lo que estabas a punto de hacer, pese al acuerdo tomado horas antes; la resolución tras la provocación de sus palabras. Quisiste constatar el hecho, así que tomaste el teléfono empolvado de la esquina de casa, descolgaste el aparato ahora obsoleto, marcaste. Ti-ti-ta-ti. Sí, lo estabas haciendo. Tuuu. Esperabas. El pulso se acelera en la demora de cada segundo. Respondió. ¿Quién estaba detrás del contestador? No parecía su voz, es decir, la voz que habías imaginado que tendría. En realidad, ¿cuántas veces le habías escuchado antes? Preguntaste si no te habías equivocado, si acaso no sería…

—Ah, ¿sí eres tú? No reconocí tu voz. Te veo en un rato. Ya voy para allá—.

No. No tenías idea de lo que hacías.

Ese día no hubo sol (no puedes negar que la influencia del azar climatológico te inclinó a decir que sí) y la humedad de un septiembre nublado rezumó en tu ropaje. El viaje duró lo de siempre: más de veinte minutos, pero menos de treinta. En tu bolso había un poco de café y azúcar para compartir, tu juego de mesa preferido y el iPod que te fue dado hace dos san valentines. Claro, la playlist que esa tarde intitulaste “Let’s see was passiert” estaba más que lista.

Llegaste al encuentro pocos minutos antes. Eso te dio la ventaja de verle llegar a la distancia. Estabas en la esquina de la catedral fingiendo admirar las flores, pero le habías percibido de lejos con ese paso de certeza despreocupada y solidez pesadumbrosa. “Colores”. Su camisa era psicodelia antonomástica; su rostro, la prolongación de la camisa matizada en escarlata. El cabello trastocado y la leve inclinación de cabeza, que impelen a cualquiera el más leve rubor, no fueron suficientes para ocultar lo más sagrado: los ojos, y más que ellos, la mirada. Jamás viste melancolía más dulce, un par de ojos de bruna fontana, abatimiento del peso insoportable de la claridad. Ahí estaban, sin saber de qué manera continuar.

Antes de llegar, dieron un corto rodeo para entablar alguna charla y romper la tensión. No imaginabas al ser que ahora iba a tu lado, desde la breve distancia de sus agudas palabras.

—Como que eso no me gustó.

—A mí justamente eso fue lo que me gustó. Ahí está el erotismo de toda la novela.

Llegaron a casa. Habían sido días huracanados y eso ameritaba café, como todo mundo sabe. Pero antes subieron al techo a observar el mar que reflejaba remotamente el gris, se posaron bajo el cielo argento a ver las casas y edificios del centro que parecían vacías. En medio, un gran tinaco blanco servía de núcleo a sus cuerpos, alrededor del cual, allendes, giraban lentamente mientras hablaban de cosas que nunca antes habías escuchado. Sí, el principio de causalidad explicado por alguien de ciencia. Comprendiste que ahora el encuentro tenía sentido, pero no sabías cuál, aunque entonces tuviste la fugaz sensación de que la vida tomaba otro rumbo. —Y sabes de las consecuencias que toda decisión siempre implica—, dijo. “No te precipites, sigue andando en círculos”. Sin embargo, sabías que no había marcha atrás.

Adentro se preparaba el café mientras disponías el espacio. Era tiempo para ver qué pasaría. Colocaste el tablero del juego sobre la cama; en el fondo, la lista de música que creaste en la inopia de los sucesos venideros. Esa tarde confesaste no saber si el solsticio pertenecía al invierno o al verano, o bien, qué era exactamente, y confundiste “albatros” con el esdrújulo albatross, pues dedujiste la pronunciación de la canción que ese año se había puesto de moda, “I’m an Albatraoz”. De cualquier forma, respondió bien a la pregunta del juego. Ni modo que no.

La tarde iba siendo vencida por la noche, que sería diuturna en comparación con muchas otras. Tenías miedo, un poco de timidez porque la música podía no gustarle. Quizá sonaría alguna canción que más te habría valido reconocer como gusto culposo al más mínimo esbozo de incomodidad o burla.

—¿No tienes algo de…?—. Te preguntó por una banda en específico, por su banda favorita. ¡Y tú, a pesar de que tanto te gustaban, no sabías por qué razón sólo habías dejado una de sus canciones! —Creo que sólo tengo ésta—, dijiste con bochorno. —Ésa está bien, déjala—. Y la canción los acompañó el resto de la noche.

Lo que aconteció después, incluso tu partida de ese sitio, no ha de contarse con explicitud, y será mejor velar los instantes memorables que la vehemencia grabó en la ventana. Rojo, rojo y negro embebían los cuerpos que el espacio sulfuraba. Afuera el mundo iba más rápido, corría. Debías marcharte. Desde hace tiempo debiste haber escapado (¿debiste?, ¿qué hubiese pasado de haberlo hecho?). Pero no fue así, no querías hacerlo aunque tu conciencia te aplastaba. De repente, te llamó. Debías irte, te estaba esperando. El portento casi había llegado a su fin. Jamás volviste a sentir el ánimo tan turbado de esa vez. Tenías que apresurarte e irte pronto. “Toma tus cosas y desea que esto haya sido oportuno; no tu partida, no, el portento”.

En el fondo, la música: esa única canción se reproducía en bucle. Por dentro, no sabías qué sentir. ¿Qué había ocurrido? Afuera, a unas cuadras de allí, te esperaba en una mesa solitaria que hace tiempo guardaba tu espacio vacío. Hacia el corredor y bajando las escaleras, te acompañaba con su característico andar y el cabello sobre las gafas. Y ahora, ¿qué tendrías que hacer? Posó un beso de despedida en tu frente mojada. ¿Se volverían a ver? A partir de entonces, sólo quedaba esperar las consecuencias de tus decisiones en esa tarde de verano. Y qué más daba; todo se había efectuado ya y ése tan sólo había sido un día en la vida de los muchos, muchos más por venir.

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