Un camarada melómano me reveló algo que ya sabía: cuando una persona vive la felicidad del enamoramiento o simplemente cuando alguien le gusta, su relación con la música se vuelve intensa y, sin pretenderlo, va armando su playlist del amor: rolas que le acercan al objeto de deseo.
La música vehicula el sentimiento del hechizado. Una inflexión en la voz del cantante, una progresión de notas o la llegada del coro resultan mescalina pura no sólo para el oído sino para el cuerpo entero. Cuando un amor trasciende, la rola puede alcanzar el estatus de himno. Si eres un amante promedio y de sensibilidad musical promedio, tendrás los tracks necesarios para integrar tu playlist del amor. No quiero pensar en quien carece de ellos ni en ninfómanos que tienen álbum doble.
En el otro extremo, cuando la llama o velita del amor se debilita o extingue, las canciones quedan reducidas a buenas canciones, buenas a secas.
A estas alturas podríamos afirmar que la profundidad del embrujo amoroso es directamente proporcional a la resonancia musical que genera.
Si tú eres una chica de la que se han enamorado no pocas veces, piensa en la cantidad de canciones con las que tus expretendientes o a quienes les gustaste pensaron en ti, en trance. Claro, no todo es romántico en automático. Hay quienes se van en banda y sus músicas de enamorado nada tienen que ver con la chica y viceversa. Un galán puede escuchar una y otra vez a Morrisey mientras la chica objeto del deseo ama a Los Horóscopos de Durango.
Doble moraleja, me dijo el camarada melómano: enamorarse es una decisión propia que no depende del otro y las playlist del amor son de quien las trabaja.
Todo eso ya lo sabía, pero me gustó que lo dijera.
Eché a andar y mientras miraba a la gente, me sentí Otto Sanders en su papel de ángel, en El cielo sobre Berlín, y tras un hombro u otro escuché tarareos, balbuceos musicales que —quise pensar— fueran parte de una playlist del amor.
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