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Balada

Actualizado: 30 ene 2023


1.


Mientras abría el portón del edificio, Regina se dio cuenta de que no había pasado a la homeopática para recoger las medicinas que justo la noche anterior se le habían acabado. Se quedó unos instantes con la llave a medio girar, consideró regresar un par de cuadras para comprarlas, pero finalmente, abrumada por el bullicio que ya se escuchaba en la cantina de enfrente, decidió dejarlo para después. Además era tarde y la estarían esperando. Terminó de estacionar el coche y tomó el ascensor a su piso; al llegar, se demoró unos momentos mientras guardaba la despensa recién comprada que se había quedado afuera desde la mañana.

Cuando entró al cuarto de la señora Renata, la encontró en su sillón, con el rostro congelado en un gesto de terror, sus pequeños ojos nublados por lágrimas. Como primer instinto, cada músculo de su cuerpo se tensó, pero de inmediato decidió serenarse, tragó el nudo en su garganta y, con gesto amable le dijo: “Mami, soy yo, Regina. Ya llegué.” Se acercó lentamente, se sentó sobre la cama al lado del sofá y posó con suavidad su mano sobre la de su madre. Ella no logró asimilar por completo las palabras de la joven que acababa de entrar y que, de pronto, ahora sostenía su mano; sin embargo, pudo reconocer un cierto brillo familiar en la mirada que se cruzaba con la suya, y decidió confiar en ese instinto. Sonrió y tomó su mano de regreso.

Entonces, Regina se puso de nuevo de pie y comenzó a hablar largamente. Sabía que su acompañante no la estaría escuchando, lo notaba de inmediato cuando su mirada se perdía en la televisión apagada enfrente de ella. Pero qué más le quedaba sino hablar en monólogo en un intento por interactuar con su madre, y desahogar todos los malos tratos que había sufrido en el trabajo; a quién más se lo iba a platicar sino a ella, a la única persona que veía desde hacía quién-sabe-cuánto. Los pensamientos de siempre comenzaron a provocar el usual temblor en sus manos y, casi sin pensarlo, metió su mano en los bolsillos de su chaqueta, para entonces recordar, al no encontrar nada en ellos, que las pastillas tendrían que esperar hasta el día siguiente. Sería una noche larga.

La señora Renata había regresado su atención a ella cuando notó que comenzaba a ponerse nerviosa. Por lo que había escuchado unos momentos antes, en el trabajo no solía irle muy bien, no parecía muy contenta; habría que ayudarle en algo a la pobre. Estaba a punto de pedirle que se acercara para platicarle algo más, lo que fuera que se le hubiera venido a la cabeza, y sostener su mano para tranquilizarla un poco, cuando de pronto entró por la ventana una bella tonada, de ésas que le gustaban a su amante. “¡Abre las cortinas, para que al menos sepan que estamos! Debe ser Ernesto, que me trajo serenata. Esperemos que no lo escuche papá, o si no nos va a ir como en feria…” soltó una risita traviesa y cerró los ojos.

Balanceó la cabeza unas cuantas veces al ritmo de la música, pero al poco tiempo se quedó profundamente dormida. Regina la observó con una sensación completamente agridulce; cuando notó que probablemente no despertaría por el resto de la noche, se acercó de nuevo, la arropó como pudo, con las cobijas de la cama, le besó la frente y se acostó a un lado. Intentó conciliar el sueño, pero la canción seguía sonando desde afuera; probablemente provendría de la cantina. “Qué extraño, casi nunca suena música allá enfrente…” pensó para sus adentros.


2.


Por fin era viernes de quincena. Sin embargo, aun con todas las condiciones dadas para ser un gran día, Elisa no llevaba las de ganar: todos sus amigos le habían dado largas para verse esa noche (¿por qué no decir las cosas como son? Nunca lo había entendido); apenas el día anterior había hablado con su novia y se había llegado a la decisión de dejar la relación por un rato (“un rato”: sabemos cómo termina eso); en el laboratorio todo iba bien, de eso no se podía quejar, pero constantemente se preguntaba qué tan real era esta satisfacción, más que un engaño alimentado por su propia percepción de productividad. Podría seguir nombrando más situaciones, pero de nada servía pensar en todo lo que pesaba en ese momento. Suspiró exasperada y continuó caminando hacia su casa, con la mirada clavada en el suelo. Unos pasos más adelante, comenzó a escuchar un barullo que traspasó la música que sonaba por sus audífonos, y que se fue haciendo cada vez más intenso. Entonces, paró en seco, y al levantar la mirada, encontró que cruzando la calle había una cantina de ésas viejitas. Después de breves segundos de consideración, se dirigió a ella.

El lugar estaba, efectivamente, lleno de señores mayores, gente que probablemente atendía el lugar de manera ya habitual. Vio un lugar en la mesa más pequeña, hasta el fondo, caminó hacia él y se sentó. Nadie pareció notar su presencia, por lo que se acometió a la tarea de observar el entorno, afinando el oído para escuchar las conversaciones que la rodeaban. No encontró mucha variedad; que si el trabajo, que si el jefe, que si la esposa o el amante… “Qué vidas tan iguales”, pensaba, cuando se percató de que los mismos males le pesaban también a ella. Sonrió ante la ironía, tal parecía que todas las personas estaban condenadas al mismo camino. Entonces notó que, contrario a lo habitual en cualquier cantina, no estaba sonando ninguna música. El único sonido que la rodeaba —y tal vez por lo mismo su oído se había ocupado sólo en ello— eran las múltiples voces, en tantos timbres y volúmenes como personas en el recinto. Casi al mismo tiempo, descubrió que en la esquina opuesta de donde estaba ella, igual de escondida, había una rocola tan vieja que parecía más adorno que otra cosa. Llena de curiosidad, decidió probar suerte con la máquina, con la intención de, quizás, resolver la incógnita de la falta de música en ese lugar.

La variedad de canciones, como era de esperar, delataba la edad del aparato. Pudo reconocer unas cuantas pero, dadas las actuales condiciones en su vida, parecía que las baladas de José Alfredo la miraban fijamente de regreso, pidiendo sonar. Buscó unas cuantas monedas y las depositó en el lugar correspondiente; entonces, comenzaron a sonar, un poco rasposos, los violines y la guitarra, seguidas de la voz impostada, tan llena de sentimiento. Entonces la gente volteó primero, extrañada, en su dirección, pero después parecieron relajarse al ritmo de la música y, por unos instantes, la cantina se llenó de gritos y coreadas con olor a alcohol.

Ella sonrió, animada ante tal reacción; pero, también contagiada con el dolor de las rancheras, sintió una melancolía, para la cual sólo conocía una solución. Dejó unas cuantas canciones más para los próximos minutos —esperando que los demás asistentes siguieran la dinámica—, y se dirigió a la barra. “¿Qué tal? Un tequila doble, y por ahí lo que tengas de comer, por favor”. Pidió con la mirada perdida. Luego regresó a su lugar y, con el caballito en mano, continuó observando con una sonrisa nostálgica.


3.


Tomás trabajaba en la cantina desde que a su padre le había parecido razonable enseñarle todo lo que a él alguna vez le había tocado aprender. Cuando su padre ya no pudo acompañarlo, él se tuvo que encargar de mantener el lugar en orden. Al principio, el trabajo le agradaba: disfrutaba ver pasar a la gente que cada viernes regresaba y se quedaba ahí hasta que se veía en la penosa situación de correrlos (muy en contra de su voluntad, cabe aclarar), le gustaba escuchar las conversaciones, servir las bebidas… Normalmente evitaba las conversaciones con otras personas, ya que éstas siempre llevaban a lo mismo: “Yo estudio antropología, pero éste es el negocio familiar”; “Sí, desde antes de que yo naciera”; “¡Ah! No me diga que conoció a mi abuelo”; “Pues ahí medio me alcanza para pagar las cuentas y uno que otro detallito de repente”.

Esto mismo era lo que desde hacía unos años le pesaba, cada día un poco más. Parecía que cada viernes se reproducía ante sus ojos una misma película, con personajes que nunca cambiaban, conversaciones sin variación, siempre los mismos desenlaces. A veces se preguntaba qué tanto estaría dispuesto a arriesgar y cambiar algo —el acomodo de las mesas, el tipo de bebidas, realmente lo que fuera—, algún día. No obstante, siempre terminaba descartando la idea al pensar que tal vez Don Fernando, después de 20 años de asistencia ininterrumpida, dejaría de ir en un acto de protesta; o que la señora Leonor, que sólo encontraba un escape en ese espacio, rompería en llanto al ver su realidad de ensueño mínimamente alterada; así podría seguir enlistando a todas aquellas personas que llegaban con un solo fin cada semana, y a las que la monotonía no parecía molestarles en lo absoluto (todo lo contrario). Por eso mismo, Tomás procuraba mantener todo en su lugar, repetir siempre lo mismo, atenderles siempre con la mejor de las actitudes, como si el pesar no estuviera siempre —y cada vez más— presente.

Perdido estaba en sus pensamientos cuando, de pronto, comenzó a sonar una canción. No como las que a veces sonaban cuando alguno de los señores llevaba su guitarra y todos cantaban y coreaban al ritmo de los rasgueos desafinados. No. Recorrió la mirada por todo el lugar hasta que dio con una joven a la que nunca antes había visto, parada frente a la rocola. Tanto tiempo había pasado desde que había notado la existencia de esa vieja máquina, y tanto tiempo sin ser usada, que se había convertido en un mueble más del lugar; era casi como si acabara de aparecer de nuevo frente a esta chica, cuya presencia tampoco había notado hasta ese momento. Pero, lo más importante, ahora surgía la pregunta: ¿qué pensarían los comensales? Con una mezcla de emociones amontonándose en su pecho, Tomás contempló el momento. Al principio, todos voltearon, como él lo había hecho momentos antes, buscando el origen de la tonada. Pero conforme la música seguía sonando, la gente parecía relajarse, algunos incluso se unieron a las melodías con cantos dolidos, pero a la vez llenos de una alegría renovada.

Tomás observó que la joven, claramente satisfecha con el resultado, se daba la vuelta y caminaba hacia la barra, en su dirección. Pidió cualquier cosa de tomar y él lo sirvió sin decir una palabra, pero como esperando que de alguna manera se iniciara alguna conversación, aunque fuera tan superficial como solían serlas todas, aunque esta vez sería con alguien distinto, alguien que acababa de cambiar la película de todas las semanas. Sin embargo, como si fuera un espíritu que transitaba en el lugar esa noche, recibió el pedido con una amable sonrisa, y se dirigió a una mesita arrinconada en la esquina más oscura.

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