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Experiencias de ir sola a un concierto de rock-garage-punk-alternativo un sábado en la noche

La música comienza a escucharse desde una cuadra antes –que no hayan empezado, que no hayan empezado–. Apuro el paso y alcanzo a ver una entrada de donde sale luz y gente, personas fumando o en una fila esperando entrar; me detengo en un puesto donde una señora vende una gran variedad de dulces y le pido unas Halls de colores –por aquello de la presión baja–. Me incorporo a la fila y comienzo a observar al público –creo que nunca había visto tantos mullets distintos en un mismo lugar–. Al entrar, se alza ante mí una estructura de altas vigas de metal y luces de neón; recojo mi cortesía, me ponen un sello y me formo para la revisión ( por alguna razón, mi cartera y el recipiente de mi humectante labial levantaron sospechas). 

Las canciones van sonando cada vez más cerca, toda la gente va caminando hacia el mismo lugar. Cuando llego al escenario, ya está sonando Disecada.h, la banda que quería llegar a escuchar –ni modo, la ciudad no me permitió llegar a Basura–; para mi sorpresa, también está en el escenario Eli Piña, que justo en ese momento se avienta un solo lleno de notas atascadas. La dinámica en el público me parece bastante agradable, se divide casi por secciones, definidas por  su distancia del escenario: hasta atrás (lo primero que se ve al entrar), la gente está repartida en el espacio, recargada cómodamente contra las paredes o incluso sentadas en el suelo; en medio, la densidad es mayor, la gente grita entre canciones y mueve la cabeza enérgicamente, incluso alza los brazos; al frente, un caos que no alcanzo a ver bien porque ya me queda muy lejos, pero casi todos los gritos provienen de ahí, y se distinguen manos en constante movimiento, personas saltando y moviéndose con todas sus fuerzas. Decido quedarme recargada en una de las columnas que separan la primera de la segunda sección. 

Por suerte llegué al final de la segunda canción, por lo que pude escuchar casi todo el set. Observo con mucha emoción a Yoshi, encabezando la banda como una etérea hadita superrockera, los dos guitarristas a cada uno de sus lados  y, escondido tras la batería, a Nero; en particular ellxs dos, compas de nuestros tiempos en la escuela –nunca fuimos particularmente cercanxs, pero se les aprecia y admira–, me hacen sentir un orgullo tremendo. La banda suena sumamente armada, con el encanto que implica escucharla en vivo (no exactamente igual, sino que mucho más espontánea, sin filtros, con todos los errores humanos); enmarcada por un fondo de luces y figuras casi en perfecta sincronía con la música. En cuanto a los momentos más memorables, destaco el solo de percusiones liderado por Yoshi y Nero, que reflejó los años de amistad y de compartir música en distintos ámbitos, y se goza la energía que comparten, como una conversación más entre compas. Finalmente, cuando la cantante y bajista líder presentó la última canción, “TUPU” –yo conocía ese nombre por un chiste local que hubo entre el grupito de percusionistas de la FaM (en el que “tupu” representaba una abreviación de la contundentísima “tuputamadre”, pero al parecer en este caso refiere a las siglas de Tianguis Utópico Pixies Urbanas–, y aprovechó para agradecer a la gente del Estado de México (de donde ella es originaria) que se lanzó a escuchar el concierto: “Qué bonito que la música nos una así, tan cabrón”. 

Acaba el concierto, sale la banda y el público se dispersa ligeramente: algunas personas salen, otras van llegando, otras se reagrupan en las filas para comprar chelas o bebidas. Mientras suena una playlist de fondo –no conozco ninguna de estas canciones… ¿debería?– entran al escenario 6 integrantes. Ya había escuchado su música, pero decidí dejar los detalles sobre la banda para después del concierto; no esperaba una banda tan grande. Se van alineando de forma extraña: al centro, los sintetizadores; a los lados, la guitarra y el bajo –¡buena playera de Peanuts!–; detrás del bajo, el guitarrista y vocalista; al fondo, de un lado, la batería; del otro, un saxofón. Además, las instrumentaciones irían cambiando de instrumentos con el paso de las canciones. La música empezó a sonar en un ánimo lento, que subía y bajaba como las olas del mar hasta que, eventualmente, se quedó arriba, en este ritmo insistente, necio y retador, tan característico de la banda. Detrás de los músicos se proyectaban imágenes de ciudades, de músicxs y de personas como sombras en negativo. 

A lo largo del set a cargo de Perro Andaluz ocurrieron también varias cosas dignas de mencionar. En una de las primeras canciones, reconocí a una amiga –¿me vio? ¿me reconoció? ¿la saludo?–; nos saludamos y hablamos (entre leyéndonos los labios y alzando la voz) sobre las bandas que iban a tocar, sobre mi aventura yendo a un concierto sola, y sobre lo pequeña que es la juventud –de las escuelas del centro-sur privilegiado– de la Ciudad de México. Hacia la mitad de la canción, Yoshi, que se había quedado a un lado del escenario como público, se subió a cantar y ocurrieron los cambios de instrumentos: el de la guitarra sacó una flauta transversa, el de los sintetizadores, la guitarra. Mientras tanto, las primeras filas del público iban acumulando cada vez más energía: de pronto ya no eran sólo las manos alzadas, saltos y gritos, sino que también se alcanzaban a ver playeras, vasos, y otros objetos volando de un lado a otro. El concierto cierra y, en las últimas canciones, el público corea con fuerza “¡Pe-rro, pe-rro, pe-rro!”.

Llega el último cambio de banda. Noto que me duele el cuello –¿cómo le harán los punks para aguantar?–. Otra vez, música de fondo y cambios en el acomodo del público; las personas que salen del frente regresan del slam riendo bajo la excitación del momento, muchas de ellas sin camisa. Esta vez, sin embargo, la gente comienza a agolparse notablemente más que antes. Mi atención comienza a irse a otros lados. Un grupo de personas llegó y se plantó a pocos centímetros de mí, como si no me hubieran visto, lo cual me obligó, por primera vez en la noche, a retirarme de la columna que tan cómodamente me había soportado –Cámara–. Me quedé a unos metros, lanzando miradas molestas a ver si se daban cuenta (no lo hicieron), o esperando que se movieran para recuperar mi lugar; por suerte, esto último sí sucedió y en un segundo estaba yo de regreso. Al reincorporarme, noto, para mi gran decepción, que también se han acomodado justo enfrente de mí personas que por mucho superan mi altura. Me pongo de puntitas y muevo la cabeza para distinguir el escenario entre nucas.  

Por fin entra la pareja de hermanxs que conforman Valgur vistiendo túnicas negras que cubren sus rostros, y colocan simplemente una mesa con la laptop, el micrófono y la caja de ritmos –ok, entonces sí es como sospechaba–. Más tarde sabría que también había algunos pedales y props en el suelo, pero no alcancé a verlos en el momento. La gente grita con emoción anticipada, pero ellxs se toman su tiempo. Entonces, Hugo rompe la expectación levantando una biblia y citando un pasaje –obviamente no me voy a acordar de cuál fue, aunque habría sido importante. Me disculpo–. La música empieza a sonar. Elizabeth canta suavemente, se mueve con bailes excéntricos, se alza por debajo de una tela semitransparente, empuñando a veces una espada y a veces un oso de peluche; por su parte, su hermano mueve los dedos sobre el pad de percusiones. Me atrevería a decir que se trata más de un performance que de un espectáculo tradicionalmente musical–mismo que en ese momento no estaba pudiendo ver del todo–. 

Los bailes del público ahora son diferentes: el movimiento ya no es brusco ni principalmente concentrado en el cuello y la cabeza; ahora los cuerpos enteros se balancean de un lado a otro; a veces extienden los brazos hacia los lados y mecen la cabeza con suavidad. Imito esos movimientos, cierro los ojos e intento no pensar en que no estoy pudiendo ver ni la mitad de lo que me gustaría. Me alejo un momento para ver si encuentro otro lugar donde pueda observar mejor. No encuentro nada. Me exaspero. Suspiro, intento asomarme entre hombros y cabezas, pero la visión del escenario es fugaz. Me resigno. Me recargo en mi columna y contemplo la espalda sudada del hombre-muro que arruinó mi experiencia concertística –¡qué buena playera de Peanuts!–.

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