Es temprano. La plaça d'Urquinaona, apacible, inhala; presiente lo que viene. El aire será, en unos minutos, escaso. Otro ánimo (el de independencia) invadirá la plaza. Por ahora, sólo un estornino despistado mira, sobre una banca, en todas direcciones como si hubiera perdido algo. Parece un día cualquiera. Dos señoras se apresuran a cruzar la calle. Una se aferra al brazo de la otra antes de dar un pequeño salto para alcanzar la seguridad de la acera. Parece un día cualquiera, pero no lo es. Es once de septiembre. El sabor es agridulce, pues recuerda todavía los golpes de la opresión. En unos minutos, la tierra temblará.
En el nacimiento de la Via Laietana, torreones modernos resguardan, perennes, la entrada a la Ciutat Vella. Dos paredes infinitas prometen brindar protección a quienes ahí se reunirán; prometen, también, ser confidentes y atesorar, en sus paredes, ventanas y grietas, las canciones, llantos y exclamaciones que habrán de llenar el espacio. En los balcones, ya se alcanzan a ver algunas estelades y senyeres que adornan, como acentos, el monolito urbano infinito. El viento las acaricia suavemente; las invita a bailar.
Dentro, en los pisos, han comenzado los preparativos. Las teteras abren la mañana. Una pareja baila lento. La suave piedra blanca empieza a calentarse con el sol. Ahí donde la Via se ensancha, y a los ojos de Francesc Cambó, un taxista pierde la paciencia y se cruza el rojo. Las bocinas de otros autos despiertan a un bebé que todavía dormía en el último piso. Un ciclista iluso contempla las cariátides y por poco pierde el balance; agradece su suerte. La madre que empuja la carriola y que, no por casualidad, va entonando la melodía de Els Segadors, inaugura, sin darse cuenta, la Diada.
De a poco van llegando. 17:14. La calle se va pintando de rojo y amarillo. Los grupos de tres, cuatro, las familias con caras pintadas se convierten todas en una gran familia de cien, de mil, de miles… Por encima de las murallas se asoma la catedral como si no quisiera perderse la ocasión, como si dijera: guanyarem. Cada vez hay más gente. Cual confluencia de ríos, las multitudes juntan sus aguas. Desde los balcones, unos no tan intrépidos van ondeando los colores en apoyo a quienes avanzan por la calle. Las afluencias tímidas se incorporan desde las calles más pequeñas y son una con la marcha. De entre la marea roja y amarilla, emergen unas letras blancas; son certeras:
I N D E P E N D E N C I A.
La Diada es el día nacional de Cataluña, aquella región cuya historia está marcada por la opresión castellana. Se eligió el once de septiembre en conmemoración de la caída de Barcelona en 1714 durante la guerra de sucesión española. La victoria significó la abolición de todas las instituciones catalanas. Desde 1886, la Diada es un evento anual, un acto dedicado a la búsqueda de libertad y a la defensa de los derechos. Con el paso del tiempo, este día se ha vestido, cada vez más, de un fuerte carácter político. Ha sido también cuna de voces desgarradas que han encontrado en la música el canal para externar todo su sentir. ¿Qué sería de un movimiento social sin una banda sonora que le acompañe?
Mientras tanto, en la calle hay un hervidero de emociones. Hay enojo, tristeza; hay fe. La Laietana parece que revienta con tanta gente que grita, que llora. Se reúnen generaciones que a una sola voz piden libertad. Los más grandes recuerdan, en medio del tumulto, que hace algunos años, la Diada estuvo prohibida, durante la dictadura franquista (1939-1975). Ese tiempo tirano y aterrador presenció la muerte de Rafael Guijarro, un estudiante que, en presencia de su madre, prefirió lanzarse desde el sexto piso que ser detenido por la policía, que lo buscaba por sospecha de actividades “marxistas”. La noticia apenas fue tratada como un suicidio, aunque otra versión afirmaba que fueron los propios oficiales quienes lo arrojaron por la ventana.
La injusticia de este acto inspiró a Maria del Mar Bonet, cantante mallorquina, y a Lluís Serrahima, escritor barcelonés, a componer en 1968 “Què volen aquesta gent?” (“¿Qué quiere esta gente?”), para que la historia de Rafael no quedara en el olvido. La música y su letra está empapada del dolor e impotencia de una madre. Y la gente canta:
De matinada han trucat,
la llei una hora assenyala.
Ara l’estudiant és mort,
n'és mort d’un truc a trenc d’alba.
De madrugada llamaron,
la ley una hora señala.
Ahora el estudiante está muerto,
Murió de una llamada al romper el alba.
Franco también prohibió esta canción, aunque Maria del Mar Bonet burló en varias ocasiones la censura. Poco después de que se publicara la canción, otro caso, el de Enrique Ruano, conmocionó a un país entero. La versión oficial era la misma: el chico, que pertenecía al Frente de Liberación Popular, se había arrojado desde un séptimo piso. La represión de la época franquista alimentó todavía más el coraje de los catalanes. Ahora que sí se puede, se canta. La piel se eriza. Las gargantas rotas se preguntan por qué, qué quiere esta gente. Por Rafael, por Enrique, por los Jordis, por quienes se quedaron sin voz ni nombre, hoy, se canta.
Cuando la cabeza de la procesión pasa la oficina de correos, gira a la izquierda. Se dispone a tomar la avenida del Marqués de l’Argentera para llegar al Parc de la Ciutadella. El ánimo se aviva. Entre el gentío se escucha un murmullo que cada vez se hace más fuerte.
Siset, que no veus l’estaca
A on estem tots lligats?
Si no podem desfer-nos-en
Mai no podrem caminar!
Siset, ¿que no ves la estaca
a la que todos estamos atados?
Si no logramos librarnos de ella,
¡Jamás podremos caminar!
También en el 68 y de corte explícitamente antifranquista, el cantautor Lluís Llach compuso “L’estaca”, que rápidamente se convirtió en un símbolo de la lucha por la libertad, no sólo en Cataluña. Al norte, por ejemplo, en Euskadi, el movimiento de independencia también ha adoptado este canto por la unión bajo el título de “Agura zaharra”. Y siempre que se interpreta, “L’estaca” trasciende mucho más que el oído; llega a las entrañas.
La estaca, por supuesto, es símbolo de un estado opresor arcaico (podrido), incapaz ya de sostener lo que no le pertenece. Pero esta canción, de manera muy pertinente, avisa que el verdadero cambio llega cuando hay unidad. Y eso es justamente lo que ocurre en la calle el once de septiembre. Ya no hay individuos, ya no hay particularidades. Es un río rojo y amarillo, caudaloso, exaltado, emocionado que clama, implora, exige libertad, independencia; apenas lo justo. Las voces individuales se van organizando. Lo que era un murmullo, es un eco trémulo. ¡Cuán magnífico es el poder de la música! Rápidamente, aquello es un concierto, un sinfín de gritos:
Si tu l’estires per aquí
I jo l’estiro per allá
Segur que tomba, tomba, tomba
I ens podrem alliberar.
Si tú tiras por aquí
Y yo tiro por allá,
Seguro que cae, cae, cae,
Y podremos liberarnos.
Aquí está la música auténtica, la que viene de lo más íntimo. La música reside no en las grandes producciones ni en las personalidades huecas. La música no necesita de intérpretes virtuosos, alejados de la realidad. La verdadera música es benevolente con quien sabe escucharla, pues está en las cosas simples; en el viento, en los pasos, en el canto de los pájaros. La música interna, motor de nuestras acciones, nos impulsa, nos inspira, nos hace creer en lo que creemos. Y el once de septiembre, la música es antífona, es comunidad, es unión:
Segur que tomba, tomba, tomba
I ens podrem alliberar
Después de más de una hora, aquel río habrá de desembocar antes de llegar al Parlament, habrá de disiparse, pero no sin réplica. Su rugido ha inundado Barcelona. Mañana será doce, un día normal, pero quedará, en cada corazón partícipe, la semilla de la esperanza, del espíritu defensor. La bandera catalana se iza. Las flores adornan el monumento a Rafael Casanova. Las calles todavía vibran y el sabor en el aire es distinto. Este país no descansará. Hoy es once de septiembre.
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