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Sobre la manera correcta de bailar salsa

[Colaboración publicada en nuestro No. 7, En honor a la canícula]


He tenido amigos eruditos, pero ninguno como Arsenio Rubalcava. Aquel inigualable amigo fue nombrado así en honor al antiguo anacoreta, y aunque de devoto y penitente tenía muy poco, ya comenzaba a salirle una barba frondosa que presagiaba su vejez iconográfica. Cuando hablaba, Arsenio cruzaba las piernas, entrelazaba las manos y erguía esporádicamente el dedo índice para enfatizar la importancia de sus aseveraciones; cuando callaba, movía de arriba a abajo la punta de su pie izquierdo al ritmo de La Sinfonía n.º 5 en si bemol mayor, D. 485, de Franz Schubert, y acariciaba suavemente el contorno de su barbilla como diciendo “Ya veo” al tiempo que preparaba un “Sin embargo”. Por otro lado, Arsenio tenía un perro y un gato, que nombró como sus poetas favoritos: Yeats y Keats. Cuando no se encontraba ordenando los numerosos estantes de su biblioteca privada, le leía a sus mascotas los textos de sus tocayos tendido sobre la hamaca que colgaba entre el manzano y el peral de su vasto jardín, que por obvias razones conocíamos como “Edén”. Arsenio tampoco decía groserías, no porque no quisiera, sino porque no le salían; cada que buscaba la injuria la contaminaba con citas y complejidades sintácticas que hacían del insulto un argumento, una tesis que nada tenía que ver con la llaneza de un “Chinga tu madre”.

Por supuesto, Arsenio no comprendía el fuera de lugar balompédico, y le costaba entender cómo un deporte tan rudimentario como el futbol era capaz de cautivar a las personas con mayor intensidad que los cuentos de Borges, por lo que atravesó un período de radicalidad antideportiva durante el cual no se cansaba de repetir ante la menor provocación: “El soccer es el opio del pueblo”. Alguna vez escribió un ensayo en clase de español exponiendo las razones por las que el futbol podía considerarse el nuevo factor alienante de la sociedad moderna; una semana después, el profesor Aldrete le devolvió el escrito con un 10 en la esquina superior derecha y un comentario al costado que decía: “Está bien, Arsenio”.

Y es que mi amigo era tan erudito que los profesores le temían, ya no sólo por las correcciones históricas, matemáticas, gramaticales que les hacía, sino por todas las críticas que pudiera hacerles a propósito de lo que tomaran, lo que comieran, lo que vistieran; porque Arsenio sólo bebía infusiones chinas preparadas tradicionalmente en porcelanas coleccionables, comía sólo alimentos frescos o importados con elaboraciones artesanales, vestía siempre zapatos boleados, pantalones planchados, camisas pulcras y suéteres de cachemira kirguistana, y nadie nunca ha registrado la menor arruga, la menor mancha, la más mínima imperfección en su porte.

Resulta que un día Arsenio me invitó a su casa, convenientemente ubicada al lado de una Ghandi, por considerarme un propiciador de la eudaimonia discutida por Aristóteles y retomada por Nietzsche. Como yo no supe si se trataba de un insulto cortés o de una cortesía que parecía insulto, accedí por si las dudas. La cita era el sábado a mediodía. Cuando llegué y crucé los portones, me di cuenta de que no era el único propiciador de la eudaimonia que había hecho acto de presencia; en realidad, se trataba de una auténtica kermés soleada con mesas en el jardín, salchichas y cortes extranjeros asándose en la parrilla, cervezas artesanales en las hieleras y conversaciones sobre expresionismo abstracto impregnándose en el pan de centeno orgánico que yacía sobre los manteles.

Como Arsenio estaba muy ocupado haciendo de anfitrión, tuve que sentarme en una mesa elegida más o menos al azar y esperar que mi escaso bagaje cultural pudiera servirme de algo contra las disquisiciones marxistas en el arte contemporáneo, los comentarios en torno a la música programática o la radicalidad antideportiva, porque todas las amistades de Arsenio eran politólogas, musicólogas, y politólogas entusiastas de la musicología. Entre tanto yo me preguntaba qué tanta eudaimonia podía yo provocarle a Arsenio, si el resto de sus “propiciadores” invitados no hablaban más que de dialécticas insospechadas y de textos heterosemióticos en la Italia decimonónica. Entonces me moví a otra mesa en la que, como era de esperarse, hablaban de todo menos del clima, la Liga MX y los signos zodiacales. Como no se me ocurría ninguna intervención inteligente y encima soy tímido, me puse a hacer figuritas con el migajón comprimido del pan, pero justo cuando comenzaba a entretenerme me abordó un tipo de la mesa contigua para interrogarme sobre las propiedades formales de mis esculturas de centeno. Francamente, empezaba a extrañar las disquisiciones marxistas cuando sonó una salsa proveniente de las bocinas que había dispuesto Arsenio en el jardín.

Aquí comienza propiamente el escrito. Sucede que un minuto antes de ver los movimientos “salseros” de mi amigo, había olvidado lo inútil que resultaba el academicismo para realizar tareas espontáneas, como pueden serlo reír, decir que sí, acariciar a un animal, burlarse del prójimo, decir que no y, desde luego, danzar: Arsenio baila salsa de la manera más correcta posible; es decir, de la peor manera que existe, con relajaciones en el tema, vueltas simples en los montunos, todo el arsenal de piruetas en el mambo, las síncopas perfectamente atajadas, los acentos expresados, la sonrisa impostada y una coordinación infalible que se acerca más a la comprobación del teorema de Thévenin que a la manifestación de una musicalidad caribeña. Arsenio salsea como el mejor de su clase de danza, como un estudioso de la felicidad latina que se ha dado cuenta de que su materia de especialización tiene que ver con una teoría, pero también con una praxis que ha descuidado y que, para revertir el despropósito, se limita a ejercer los sábados en demostraciones públicas de cabalidad corporal: el vaivén premeditado, la calibración del talón con las explosiones del timbal, ornamentaciones pertinentes, decisiones fundamentadas, ningún riesgo en el solo de congas, ninguna mano que se desliza del hombro femenino para llegar a su cintura, ninguna mirada que se pose en el cuello, en los labios entreabiertos; los 25 centímetros reglamentarios, la exacta combinación de rigidez y suavidad, sin transpirar, sin suspirar, sin desear a su pareja, profesionalmente, concupiscencia mínima, coreografiada, la variedad plausible, los invitados que observan, una conferencia antes que nada, hay desenlace, hay anuncio del desenlace, hay aviso del anuncio, publicidad ante todo, de película, blanco y negro podría ser, más blanco, muchísimo más, repetición de la secuencia, iteración que legitima, una más, pero distinta, otra, parecida, como dijo el profesor. Termina la canción y todo sigue igual, o sea que las pasiones permanecieron dormidas y la salsa no sirvió de nada. En el fondo a todos les encantó, porque presenciaron un pastiche de la sensualidad sin tener que lidiar con sus tensiones, sus titubeos, sus vértigos: todo fue una mera ilusión, un acto inconsecuente, el puro amague del calor, la tropicalidad sin mosquitos.

Alguna vez mi abuelo me contó su viaje a La Habana. Una noche salió a bailar, o al menos eso quería hacer, pero se quedó sentado viendo cómo se turnaban los cubanos para salsear con la abuela. “Han de haber sido unos 12 o 13, y todos bailaban diferente”, me confesó, “pero cuando se acabó la música y la buscaron para seguir la fiesta en no sé dónde, tu abuela les dio las gracias y se regresó conmigo al hotel, que porque no sabré bailar, pero de todas formas a ella le gustaban más los hombres ‘serios’”. Ahí sí que hubo salsa, es decir derrota, es decir resignación, pero también hubo revancha, reconquista, conciliación tras el cisma. Tan es así que luego tuvieron cuatro hijos: el riesgo de pérdida a manos de un habanero fue tan real como la unión que terminó contradiciéndola. En cambio vuelvo al jardín de Arsenio y la gente reanuda sus comentarios sobre la obra de Jackson Pollock como si hace dos minutos no hubiera cantado Ángel Canales “Linda es tu figura y manera de ser. Tus ojos bellos que me invitan a ser esclavo de ti” y como si dos personas no hubieran establecido un contacto físico más comprometedor del habitual. Seguro que Arsenio me recordaría la templanza de Sofrosina, pero todos sabemos que si ella hubiera nacido en Puerto Rico la mitología sería diferente.

Así como hay soneros y cantantes, también hay salseros y danzantes. La improvisación distingue. Tenía ganas de volver a invocar a Ángel Canales, de tomar la mano de la musicóloga más cercana y de contonearme atrevidamente hasta recibir la bofetada. Todo para subvertir el régimen del que sabe hacer las cosas; pero eso tampoco es la sensualidad, aunque, a decir verdad, está cerca de serlo. La salsa y la sensualidad están basadas en el mismo fundamento: la oportunidad de la sorpresa. Interrumpí la conversación de Arsenio para decirle que era el peor danzante que había conocido. Todos rieron y dijeron que sí.


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